XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Viaje espectral
Gonzalo Pizarro, 16 años
Santa Margarita (Lima, Perú)
Aquel día en Ayacucho había amanecido nublado, como de costumbre, de modo que desde la ciudad solo se veía el perfil de un par de montañas. La niebla acechaba desde la madrugada, cuando Lisandro se despertó. Arregló las cosas y subió a su caballo. Le esperaba un largo viaje hasta Lima, en donde tenía previsto comerciar con el vino, el queso y las verduras que llevaba en su carreta.
Después de despedirse de su esposa y de sus hijos, pidió la bendición de su madre para que en su viaje se librara de robos y de la visita de espíritus, que era lo que más temían los comerciantes que se animaban a cruzar la cordillera. Lisandro era un hombre muy valiente, al que sus vecinos consideraban por ser capaz de someter los toros con la fuerza de sus brazos, pero como era supersticioso temía a los fantasmas que, según las leyendas, acechaban por las montañas.
Partió hacia el norte, consciente de que se enfrentaba a un gran desierto y a la cadena de picos y quebradas que le conducirían a la capital de Perú. Estaba preparado para vivir unos días soledad, pero le bastaba la compañía de su caballo, viejo compañero de travesías. Pasaron las horas y el sol se fue escondiendo entre los riscos hasta desaparecer. Los Andes ya no proyectaban sombras de gigantes. Había llegado la hora de que el comerciante se detuviera a pasar la noche.
Lisandro se quedó dormido. De repente, abrió los ojos al escuchar un llanto fantasmagórico.
–¡Ayuda, por favor!... ¡Ayuda! –exclamó una voz espectral–. ¡Que alguien venga a rescatarme!
El viajero dudó de sus sentidos, hasta que el llamado de auxilio se volvió repetitivo. Se levantó, preparó la montura y se dirigió hacia el lugar de donde provenían aquellos gritos. Mientras avanzaba entre las retamas, el ambiente se fue haciendo más pesado. El caballo frenó de golpe cuando percibió que se enfrentaba a un acantilado. Un paso más y la vida del animal y de su dueño llegaría a su fin. Lisandro, con el corazón desbocado, comprendió que ese era el deseo del espectro, así que desistió de seguir la busca y acampó en una cueva cercana a aquel lugar.
Al día siguiente decidió quedarse en la cueva. Pasadas unas horas de la medianoche, volvió a escuchar el llanto, que esta vez le llegaba desde el interior de la cavidad. Durante unos momentos, Lisandro temió por su vida, pero recuperó la calma. Al dar la media vuelta sobre las mantas, descubrió la figura de una niña en la boca de la cueva. La pequeña lloraba con desesperación. Los separaba un charco que habían formado las goteras.
–Ya entiendo lo que ocurre –se dijo el comerciante antes de dirigirse a la niña: – ¿Quieres subirte a mi espalda para que crucemos el charco?
Ella dejó de lloriquear, miró fijamente a Lisandro y aceptó la propuesta. Cuando se retrepó para abrazarle el cuello, este sintió un escalofrío. ¡No sentía ningún peso sobre sus espaldas!
ー¡Sujétate fuerte, chiquita!
En cuanto saltó sobre el charco, la niña desapareció. A partir de entonces, el comerciante dejó de escuchar las llamadas desamparadas, y de camino a Lima reía y cantaba feliz por haber superado sus miedos.