XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Sobre el tapiz 

Julia Crovetto González, 14 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Las gradas estallaron en aplausos ante la actuación de una gimnasta. Sobre el tapiz de catorce por catorce metros saludó al publico con una sonrisa, el rostro iluminado por la satisfacción de haber salido exitosa en su ejercicio. Al mismo tiempo, otra gimnasta, situada cerca de uno de los extremos del tapiz, escuchaba aquellos aplausos. Estaba colocada de espaldas, con la mirada fija en el suelo, concentrada, pues no quería dejarse intimidar por una actuación anterior a la suya.

Poco a poco los aplausos se convirtieron en susurros, hasta que reino el silencio. La gimnasta aguardó a que la nombraran por megafonia, mientras se secaba el sudor de las manos con una toalla. En cuanto escuchó su nombre, dio media vuelta.

Su maillot, de tonos carmesíes y negros y cubierto de cristalitos, destellaba bajo los focos del estadio. Llevaba una singular manga con pequeñas rosas pegadas a su brazo, y sobre la cabeza un moño coronado por una rosa roja de terciopelo, que le causaba un leve dolor de cabeza dada la tensión con la que se lo habían amarrado.

Avanzó con parsimonia por el pasillo de moqueta. Observó la pelota negra que sostenía en sus manos, levantó la mirada, decidida, y caminó de puntillas hasta el centro. Saludo al público, se agachó elegantemente, colocó ambas rodillas en el suelo, extendió su pierna izquierda, apoyó la pelota junto a su pierna doblada y levantó una mano frente a su cara, imitando un gesto de baile flamenco. Su expresión severa la hacía parecer segura, pero temblaba en su interior, pues proyectaba en su cabeza numerosas escenas que podían hacer de su actuación un desastre.

El estadio se quedó en silencio, roto por algunas toses y carraspeos, pero la gimnasta no escuchaba nada. Un largo pitido anunció el comienzo de la música. Con los primeros compases, a la gimnasta le llegó la serenidad y la concentración.

Al ritmo de una musica de guitarras españolas, y con una expresión grave, propia de las bailaoras, deslizó la pelota hacía adelante, apoyó ambas manos en el tapiz, se puso en pie de un salto y recogió la pelota. Sus movimientos hacían realidad lo que había ensayado una y otra vez. Saltos y equilibrios convertían su danza en algo mágico. El público estalló en aplausos cuando, de un salto, tocó su cabeza –al mismo tiempo– con ambos pies para aterrizar con la sutileza de una pluma. Además, deslizó la pelota por sus brazos, piernas y espalda. Sin darse cuenta, había llegado el momento más complicado de su actuación: se detuvo en una de las esquinas del tapiz y respiró hondo.

Cambió la música a unos ritmos más alegres. La deportista sonrió y, con la esfera negra en su mano derecha alzó el brazo sobre su cabeza, a la par que estiraba su cuerpo al completo. Con una pequeña flexión de rodillas, acompañó la esfera a la altura de su cadera y, por último, la elevó y la lanzó al aire. La chica dio un giro sobre las puntas de sus pies a una velocidad inverosímil e hizo una voltereta. Notó que los cristales se le clavaban en la espalda antes de rodar como una pantera. La pequeña bola descendía unos metros más adelante de lo que ella tenía previsto… y cayó al suelo.

Le invadieron mil sensaciones: rabia, furia, impotencia… Tuvo ganas de llorar, pero cuando una sola lágrima le rodaba por la mejilla, se obligó a sonreír. Tomó la pelota justo antes de que diera el segundo bote y prosiguió el baile, olvidándose del error cometido. Volvió a girar sobre sí misma, lanzó más veces la pelota, la recogió sin problemas, todo con la misma delicadeza y gracia. 

Cuando la música se detuvo, ella se quedó inmóvil unos segundos, dibujó una sonrisa, se inclinó ante el jurado y el público, y salió del tapiz. En cuanto puso el pie fuera de la alfombra, se derrumbó. Lloraba con rabia a causa del único error cometido. Pero también le asaltó la satisfacción de la misión cumplida.