XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Semana Santa
Gema Aparicio, 17 años
Colegio Altozano (Alicante)
Aunque nací en la ciudad de Barcelona y vivo en Alicante, desde los tres años me siento muy unida al pueblo de mis padres. Al igual que para Antonio Machado, mi infancia son recuerdos de un patio, en este caso de la casa de mis abuelos, y también de un huerto donde madura el limonero. Aunque todos los momentos del año me resultan importantes, si tuviera que destacar uno en especial sería la llegada de la primavera, que sirve de pórtico a la Semana Santa.
En esas fechas el pueblo se transforma: la luz del sol, que comienza a brillar con más intensidad y a besar suavemente la huerta, se confunde con la explosión de los almendros en flor y el aroma del azahar, que brota de los naranjos y limoneros que salpican, con su ordenada presencia, todo el paisaje. El sonido se hace presente en el toque de los tambores que portan los vecinos, uniformados con una túnica negra de penitencia. Estos se reúnen en la plaza del Ayuntamiento a las doce en punto de la noche del Martes Santo, para romper el silencio con sus redobles, ininterrumpidos hasta las cinco de la tarde del Miércoles Santo. El sentido del gusto se colma con los platos típicos de esas fechas, como el potaje de vigilia y las torrijas, que mi abuela prepara con cariño y esmero para endulzar a todos sus nietos. Con toda la intención dejo para el final el sentido del tacto, que para mí cobra un significado especial cuando acaricio el sedoso terciopelo de mi traje de nazareno.
Antes de la procesión abro con delicadeza el armario de la casa de mis abuelos, como si en él se encontrase el mayor de los tesoros. Al descubrirlo, me recorre un escalofrío de entusiasmo y alegría. Mi hermana pequeña y yo lo colocamos sobre la cama, antes de dar paso al ritual de vestirnos que repetimos año tras año: primero, la túnica de color celeste; a continuación, el cinturón del mismo color, con el escudo carmelitano en el centro; después, la capa de un azul más intenso sobre los hombros; guantes blancos en nuestras manos y, para finalizar, sobre el capirote de rejilla, ocultándonos el rostro, el capuz o antifaz a juego con la capa, en señal de arrepentimiento y humildad. De esta guisa acompaño a la Virgen de los Dolores, La Dolorosa, la misma imagen para la que mi madre también procesionaba a mi edad y cuya devoción nos ha inculcado.
Una vez preparada, me dirijo hasta la ermita, que se encuentra a los pies del majestuoso castillo que domina el pueblo. Tomo un cirio y me dispongo a ejercer mi fe y, como escribió Machado, “la fe de mis mayores”.
A través del capuz que oculta mi rostro, observo la cara de alegría del niño que toma el caramelo que le entrego. El perfume impregna las calles y las volutas de humo envuelven las imágenes mientras el acólito turiferario mueve el incensario, después de alimentarlo con los carbones que porta la naveta. El compás de los tambores y cornetas, así como las marchas procesionales de la banda penetran en mis oídos. Y el tacto, de nuevo el tacto cada vez que pongo mi mano sobre el capuz, a la altura de mi pecho, mientras camino.
La procesión avanza lenta y armoniosamente, rodeada por un tumulto, por las sinuosas y estrechas calles hasta que alcanzamos de nuevo la ermita, que al estar ubicada en una gran pendiente obliga a los anderos a realizar un último esfuerzo, que aceptan con espíritu de sacrificio y valor, sin permitirse una sola parada.
Finalizada mi estación de penitencia, cansada y desprendida de mi capirote, vuelvo a casa de mis abuelos con la satisfacción del deber de fe cumplido, ojos llorosos y la ilusión puesta en la Semana Santa del año que viene.