XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Rolls Royce
Miguel Rodríguez Rodríguez, 15 años
Stella Maris College (Madrid)
La música sonaba con un rítmico golpeteo, las palabras de la letra tamborileaban agresivamente y el humo del tabaco formaba una densa niebla que difuminaba los colores del casino, a aquella hora repleto de ricachones. Los que acababan de llegar pedían su bebida en la barra. Otros fumaban y lanzaban caricias a las atractivas empleadas. Algunos dormían su borrachera.
Se abrió la puerta del local y apareció un grupo de hombres fornidos y vestidos de negro. Al instante cesó la música y se forjó un tenso silencio. Se acercaron a uno de los borrachos, lo tomaron por los brazos y se lo llevaron. No pasó ni un minuto cuando se reanudó la diversión. Daba la impresión de que todos disfrutaban. No así el borracho al que sus guardaespaldas habían sacado del casino.
Yacía confuso en el asiento trasero de un Rolls Royce que se iba adentrando, poco a poco, en el mundo de los sueños. Notó un aire fresco, que le despabiló. Entonces vio que el coche había desaparecido y que se encontraba en un pasillo oscuro. Estaba solo. Sonaba una marcha fúnebre interpretada por un órgano. Súbitamente alguien echó a correr desde una habitación lateral, como si le persiguieran. Se dio cuenta de que él era el perseguidor. Intentó dar alcance al fugitivo, para conocer su identidad, pero cuando ya casi lo tenía, aquel hombre cruzó una puerta de color gris metálico por la que entró en la sala de fiestas, en donde se confundió entre la gente. En ese momento el Rolls Royce se detuvo y el borracho se despertó.
—Señor Ibarroa, ya puede usted salir —le dijo un guardaespaldas.
José le miró con cara de idiota y entró en su mansión dando tumbos.
Poca gente tenía tantos problemas como José Ibarroa y, sin embargo, pocos podían presumir de vivir tan despreocupadamente. José había nacido en una familia de la alta sociedad y había heredado la empresa de sus padres cuando aún era muy joven. De ese modo, multiplicó sus riquezas. Al cabo de un tiempo se casó y tuvo hijos. Sus primeros años de matrimonio no fueron mal del todo: dedicaba tiempo a su familia a la vez que dirigía sus negocios, pero la tranquilidad no duró mucho tiempo. Un día, cuando sus hijos eran todavía pequeños, recibió una llamada del director de su empresa: habían quebrado.
Los años siguientes se dedicó en alma y cuerpo a su trabajo, dejando a un lado a su mujer e hijos. Se juntó con otros empresarios que se reunían a beber en casinos y casas de apuestas, que acabaron arrastrándole a esos vicios. A medida que sus problemas aumentaban, se fue refugiando cada vez más en el alcohol y en el juego.
El segundo golpe del destino le llegó en forma de carta. Mientras sus ojos iban consumiendo los renglones, se fue poniendo más y más pálido. Un grupo terrorista le solicitaba una alta suma de dinero a cambio de su seguridad y la de los suyos. Ibarroa sabía que si cedía al chantaje, los extorsionadores le pedirían cada vez más, pero no encontró coraje para negarse. No tardó en refugiarse otra vez en la bebida, para evadirse de sus problemas, hasta aquel día en el que tuvo el extraño sueño del hombre que corría frente a él.
Fueron pasando los meses. Cada vez discutía más con su mujer y hacía caso omiso a sus hijos y sus negocios. Pasaba el tiempo malviviendo, y todas las noches, cuando perdía la consciencia, se le volvía a repetir el sueño del misterioso fugitivo al que nunca daba alcance.
Aquella noche, al entrar en su residencia le esperaba una funesta noticia: la banda terrorista había secuestrado a uno de sus hijos en la puerta del colegio. Momentáneamente José pareció recobrar la lucidez; dos gruesos lagrimones cayeron de sus ojos antes de desmayarse. Todo a su alrededor se difuminó hasta transformarse: se vio ante un pasillo tenuemente iluminado. Un órgano interpretaba una marcha fúnebre. Ahora sabía que tocaba en honor a su hijo. Como de costumbre, un hombre salió corriendo desde una puerta lateral, pero esta vez José se adelantó y lo agarró por la espalda antes de que llegara a la entrada metálica.
—No volverás a escaparte —le dijo—. Has matado a mi hijo.
En ese momento el fugitivo le miró a la cara. Ibarroa lo vio por primera vez: tenía su propio rostro.
Se despertó angustiado. Miró pensativo por la ventana. Estaba lloviendo. Bajó las escaleras y se subió al coche. Tras un breve recorrido, el chófer paró por costumbre frente al casino. José volvió de su abstracción y se dijo:
—No volverás a entrar allí.
Pero no tuvo fuerzas para dominarse.