XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Mi dulce Amelia
Almudena Ros, 16 años
Colegio Senara
La niña tomó la fotografía entre sus manos. Estaba arrugada y tenía manchas de barro y sangre seca. Pasó los dedos por la silueta del retrato mientras se maravillaba con los delicados rasgos de la mujer que mostraba la instantánea.
«Es muy guapa», pensó.
Echó a correr hasta donde estaban sus padres, para enseñársela. En el envés de la imagen, con una pulcra caligrafía, alguien había escrito:
“Mi dulce Amelia”.
***
Oliver observó el retrato de Amelia una última vez antes de meterse bajo la áspera manta. Enseguida apagaron las luces. El joven pensó en su familia, en su hogar y en cómo había sido su vida antes de acabar en aquel lugar desamparado.
—Llevo días sin sentir los dedos de los pies —. Oliver reconoció la voz suave y aflautada de Matteo, su compañero de celda, que dormía en la litera justo encima de él—. Temo que mañana me despierte y se me hayan caído.
Oliver no pudo más que echarse a reír ante las palabras del soldado italiano. A su izquierda, un hombre gruñó molesto.
—A algunos nos importan una mierda tus asquerosos y malolientes pies.
Sonaron los muelles del somier, dando a entender que Matteo se había incorporado.
—Karl—. Hizo una pausa y nadie respondió—, ¿crees que el plan va a funcionar?
Oliver alcanzó a vislumbrar en la oscuridad cómo el aludido se levantaba bruscamente y maldecía en alemán.
—Lo único que creo es en que, como no te calles te voy a dar una paliza.
El italiano ignoró sus amenazas y continuó divagando sobre el plan de huida.
—¿Qué piensas que harán si nos descubren, Oliver?
El inglés fue a responder, pero Karl le interrumpió.
—Te cortarán la lengua para no oír tu horrible voz nunca más, y después te pondrán a trabajar desnudo noche y día en este congelador, hasta que te hieles por completo. Y ahora, ¡a callar! Quedan dos horas para que todo empiece y me estás dando una jaqueca terrible.
Matteo abrió la boca, pero debió de pensárselo mejor porque acabó suspirando y volviéndose a acostar.
Incapaz de dormir, Oliver repasó mentalmente cuál era su parte en el plan, pero acabó acordándose de Amelia y de cuánto la echaba de menos. Cuando quiso darse cuenta, Karl ya estaba despierto y se ocupaba de aprovisionarse. Entre los tres arreglaron las camas y, después de colocar las almohadas bajo las sábanas, movieron la litera hacia afuera, dejando al descubierto un agujero en la pared.
Matteo soltó un silbido.
—Caray… ¡Lo que se puede lograr con una cuchara!
Oliver sonrió tímidamente, orgulloso de su trabajo. Pero Karl les dio un empujón, sin darles tiempo a cuchichear.
—¡Venga, rápido! Quedan diez minutos para el cambio de guardia.
Recorrieron el túnel ágilmente, con Oliver a la cabeza y el alemán cerrando la marcha. El pasadizo terminaba justo en la puerta de las cocinas, a doscientos metros del muro que los separaba de la libertad. Desde una ventana vieron que la nieve se había derretido recientemente y una gruesa capa de barro lo cubría todo. Oliver confiaba en que la lluvia que caía en aquel momento camuflaría sus huellas.
–¡Adelante!
Echaron a correr aprovechando el lapso de tiempo entre los turnos de guardia. Al llegar a la valla, Matteo conectó unas pinzas y susurró una oración, con la que rogó para que el dispositivo que había instalado en la central eléctrica funcionara.
Escalaron el muro. Una vez arriba les quedaba lo más difícil: el llano, kilómetros de claro y una arboleda a lo lejos, más o menos a una hora a paso rápido.
A los treinta minutos de trote veloz, Oliver percibió el rugido de un motor. Al darse la vuelta, atisbó las luces de una camioneta.
—¡Nos han descubierto! –anunció.
–Tenemos que separarnos —la voz de Karl fue determinante—. Es solo un vehículo, así que tendrán que elegir a uno de los tres. Los otros dos tendrán tiempo para llegar a la arboleda.
Matteo se desvió hacia la derecha, Karl siguió recto y Oliver cambió el rumbo hacia la izquierda, siempre mirando a los árboles, que se encontraban a pocos metros. Pero no fue hasta internarse en la foresta que Oliver se dio cuenta de la densidad del bosque.
Sonaron dos disparos y creyó oír un grito. Siguió su carrera, a pesar de sus tropiezos con las raíces y los rasguños con las zarzas y los arbustos. Estaba a unos metros de la linde cuando escuchó unos pasos a su espalda. Aceleró el ritmo de sus zancadas y, de repente, vio una casa con las luces encendidas y, a unos kilómetros, un poblado. Entonces un balazo silbó sobre su cabeza. Justo cuando alcanzaba el último árbol, se resbaló.
Al levantarse, todo estaba oscuro. Entendió que se encontraba en un agujero en la tierra. Se palpó nerviosamente la chaqueta, pero no encontró la fotografía.
«Se me habrá caído en la carrera».
Escaló ayudándose de las raíces que sobresalían por las paredes. Al asomarse a la superficie, se encontró con un fusil que lo apuntaba.
—Me temo, mi dulce Amelia, que no llegaré a tiempo de ver nacer a nuestro hijo —susurró justo antes de que uno de sus perseguidores apretara el gatillo.