XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Marta Guillén
Ángel Murcia, 18 años
Colegio Altair (Sevilla)
Aquella noche, en la prisión de Santa Jimena de Buenaventura se respiraba un aire cargado de angustia. Los sueños de libertad del reo se mezclaban con el feroz bramido de las olas, en una desesperanzadora sinfonía. Una figura ataviada con un sombrero de ala ancha ascendía por la escalera de caracol de la torre. Al llegar ante una puerta de hierro, sacó sus llaves y, con un irritante chirrido, la abrió de par en par.
–Despierte, señor; Su Majestad le ha concedido el indulto que le solicitó –le dijo después de quitarse el sombrero para hacerle un saludo cortés.
La luz de su antorcha iluminó a un hombre vestido con un refinado traje, pero sucio y deshilachado, cuyos ojos danzaban de un lado a otro con nerviosismo. Era el conde de Castro, que parecía no haber comido ni pegado ojo durante varios días, aunque conservara su prominente barriga y unos sonrojados mofletes. Con aire altivo, extendió sus brazos:
–¡Libérame de inmediato de estas ataduras, carcelero! ¡Los grilletes hieren mis muñecas y no merecen ser lucidas por un caballero de mi reputación!
–Me resulta imposible cumplir sus órdenes, señor. Mi superior así lo indica. He de llevarle a la zona más profunda de este presidio, donde le espera una comitiva que se encargará de arrancarle las cadenas –le explicó el soldado–. Así lo ha decretado el rey en persona.
Obligado a tragarse su orgullo, el noble bajó los brazos, se puso en pie y siguió al carcelero por los corredores de la cárcel, que estaban sumidos en una tétrica oscuridad. De vez en cuando, el celador echaba la vista atrás y lanzaba al conde miradas cargadas de recelo.
–Dios sabe que mi absolución no ha llegado por amabilidad ni por caridad. Se han esparcido numerosos bulos sobre mi persona, pero a las palabras se las lleva el viento, ese caprichoso viento que las vuelve a formar –musitó el noble.
–Habrá de disculparme, señor –intervino el carcelero–; no creo que su libertad haya sido pagada por caridad sino a cambio de sus riquezas. ¿De qué otro modo sería el rey capaz de dejarle en libertad después de lo que usted cometió contra aquella muchacha jerezana?
–Eres muy osado para ser un simple centinela –le respondió Castro–. Como acabas de escuchar, lo que el pueblo dice de mí no son más que imaginaciones, falacias pensadas para desprestigiar mi figura –dibujó una burlesca sonrisa–. Yo no le hice nada a Matilde Guillén que ella no me hubiese pedido antes –se rio con sorna.
El guardia se detuvo, apretó el puño y recuperó la compostura.
–Entiendo… –soltó entre dientes.
Llegaron a su destino. El guardia empujó con esfuerzo una robusta puerta de roble, dejándola entreabierta. El conde pasó bajo el dintel dando comienzo a un discurso:
–¡Oh, dichosos los ojos que os ven, buenos hombres! Dios bendiga al rey por tan grande privilegio que me ha sido conce… –en ese momento descubrió que ante él no se encontraban los soldados ni el carruaje que esperaba. Era una mazmorra sin ventanas, de piedra mohosa y húmeda.
–¿Dónde estamos? –farfulló nervioso, dando un paso atrás–. ¿Qué es este lugar?
El celador, que se encontraba junto a la puerta, respondió:
–En una mazmorra que solo yo conozco, en la que no tendrás luz, comida ni agua.
El conde sintió que se le helaba la sangre. El carcelero, que le acaba de conducir a la boca del lobo, entrecerró la plancha de roble.
–¡Piedad, piedad! –lloriqueó el conde de Castro–. Lamento mis acciones, pero este no es un castigo a la medida de las mismas. ¡Devuélvame a mi celda!
Agarrándolo del antebrazo, rugió el carcelero:
–¿Piedad?... ¿Usted me pide piedad? ¿Acaso la mostró cuando mi hija gritaba por su vida? ¿Cuándo le suplicó que la liberara de sus sucios brazos?
Desorientado, el conde habló con un hilo de voz:
–Entonces, tú eres…
–Juan Guillén –le contestó–, padre de Matilde Guillén, muchacha a la que usted deshonró. A partir de hoy, usted va a experimentar el desgarro de mi dolor.
De una patada lanzó al estupefacto y asustado conde al fondo de la estancia, antes de cerrar la puerta a cal y canto.
Aquella noche, en la prisión de Santa Jimena de Buenaventura se respiraba un aire cargado de angustia. Los sueños de libertad de aquel desdichado se mezclaban con el feroz bramido de las olas, en una desesperanzadora sinfonía.