XXI Edición
Curso 2024 - 2025
La sospecha
Macarena Luna Victoria, 15 años
Colegio Santa Margarita (Lima, Perú)
Sofía había terminado la última clase. Recogió sus cosas y decidió dar un paseo antes de regresar a casa. Al salir del salón, se encontró con Clara, una compañera que le preguntó si podía acompañarla. Sofía aceptó sin dudarlo. Durante el camino, Clara notó algo diferente en la expresión de su amiga.
—Te noto extraña. ¿Estás bien?
La joven vaciló unos segundos antes de responder:
—No estoy segura. Desde hace un tiempo noto que en mi casa ocurren cosas raras.
—¿A qué te refieres? —le preguntó con preocupación.
—Mis padres están muy distantes conmigo; parece que me evitan –Sofía miró hacia todos los lados, como si temiera que alguien pudiera escucharles–. Hace unos días encontré unos documentos en el despacho de mi papá, con nombres y números que no entiendo. Además, desde muy chica me pregunto por qué nos mudamos de ciudad tan frecuentemente. Cada dos o tres años cambiamos de lugar de residencia, de un sitio a otro, siempre en un punto alejado por cientos de kilómetros del anterior.
Tras un breve silencio, Clara le dijo:
—Deberías sentarte con ellos y pedirles que resuelvan todas tus dudas. Mereces saber aquello que te ocultan.
Sofía asintió con una leve sonrisa. Hablar con aquella chica le había aliviado una molesta presión en el pecho.
–Quizás te haga caso –le reconoció–. Gracias por tu compañía.
Ambas se despidieron hasta el día siguiente. Sofía había decidido que se enfrentaría a su familia para descubrir la verdad.
La caminata de regreso a su hogar le pareció más larga de lo habitual. Su mente daba vueltas a un sinfín de posibilidades, pero ninguna parecía encajar. Pensó en lo reservados que siempre fueron sus padres. Extrañamente, en los últimos meses lo habían sido más.
Cuando llegó, se dio cuenta que las luces de la sala estaban apagadas. Solo un leve resplandor provenía de la habitación de su hermana. Decidió subir las escaleras en silencio y abrir la puerta de Gabriela, a la que encontró sentada en el suelo, con una caja de aspecto antiguo en las manos y la mirada perdida. Al notar su presencia, Gabriela levantó la vista y, con los ojos llenos de lágrimas, le susurró:
—Sofía, hay algo que debes saber.
Sofía sintió un escalofrío.
—¿Qué pasa? —le preguntó con voz temblorosa.
Su hermana abrió la caja y le mostró el contenido: documentos con sellos oficiales, pasaportes falsos y una cantidad considerable de dinero en billetes desgastados.
—Nuestros padres… no son quienes dicen ser.
Aquellas palabras le helaron la sangre, pero antes de que pudiera reaccionar, escuchó la puerta principal y unas voces apresuradas. Sus padres habían vuelto. Gabriela cerró la caja rápidamente y la empujó debajo de la cama.
—No hagas ruido —susurró.
Las pisadas se acercaron al tiempo que Sofía sentía su corazón acelerarse.
La puerta de la habitación se abrió de golpe. Su padre apareció en el umbral con una expresión sombría. No parecía sorprendido de verlas juntas.
—Sabía que tarde o temprano iban a descubrirlo todo —les dijo con voz grave.
Sofía tragó saliva y se armó de valor:
—¿Quiénes son ustedes realmente?
Su madre entró tras él y suspiró con resignación:
—No somos la familia que creéis. Hemos estado huyendo durante años. Antes de que naciérais, nos involucramos en asuntos peligrosos, y ahora nos han encontrado.
Sofía sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies.
—¿Huyendo? ¿De quién?¿Quién les ha descubierto?
El sonido del timbre hizo que quien decía ser su padre se tensara.
—No tenemos tiempo para explicaciones. Debemos irnos. ¡Ahora!
Gabriela se aferró a su hermana.
—No quiero dejarlo todo atrás otra vez… —murmuró con la voz quebrada.
Los pensamientos de Sofía eran un caos. ¿Podían confiar en aquel hombre y en aquella mujer? ¿Les cabía otra opción?
—¡Abran! ¡Sabemos que están ahí! —gritó una voz desconocida desde la calle.
La “madre” corrió hacia la ventana y miró afuera.
—¡Ya están aquí!
—Denme la caja –les pidió el hombre.
Gabriela se la entregó.
—Si confiáis en nosotros, venid.
Las sombras de varias personas se proyectaban en la entrada de la casa. Las hermanas contaban solo con unos segundos para decidir. Sofía tomó aire y apretó la mano de Gabriela.
—¡Vamos! —dijo con firmeza.
Los cuatro salieron por la ventana hacia la noche, sin saber qué podía depararles la oscuridad.