XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

La niña 

Blanca Alcalá-Galiano, 14 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

«Con un movimiento del índice pasaba de imagen a imagen, en un carrusel interminable. No podía quitar la mirada de la pantalla que tenía ante mis manos.

Caminaba por la acera. En cada cruce echaba un vistazo a la izquierda, otro a la derecha, y si no venía un coche cruzaba. Inmediatamente, volvía la vista al aparato. Surcar los pasos de cebra eran los únicos y breves momentos en los que despegaba la cabeza del teléfono durante mi vuelta a casa.

Con un brusco movimiento me recoloqué el casco que tenía en la oreja.

–¡Maldito viento! –me dije a mí misma.

Era mediados de otoño y el aire levantaba el polvo y las hojas secas que crujían bajo mis pasos. ¡Cómo me incordiaba ver mi pelo rizado, todo alborotado!

Ante una nueva ráfaga, aparté los mechones que tenía en el rostro para continuar con la infinidad de fotos, mensajes y audios. 

Me quedaba un último paso de peatones, varios giros y una bajada para llegar a mi destino. Entonces, el sonido de una bocina me devolvió a la realidad. Un automóvil acababa de dar un frenazo. Unos pocos metros y… Sacudí la cabeza para no pensar en las consecuencias de mi distracción. Estaba aturdida, como si diese vueltas sobre mi misma.

Confundida, me quité ambos cascos y apagué la pantalla.

–Suficiente móvil por hoy.

Continué el paseo y, de pronto, percibí que el aire otoñal me llamaba a que lo siguiera. Por una intuición, me dirigí hacia una pradera cercana a mi casa. Me movía la curiosidad por conocer qué provocaba aquel presentimiento.

Mientras avanzaba sobre la hierba, me detuve ante unos tulipanes. Rocé los pétalos, pero no los sentí en las yemas de mis dedos. Para mi asombro, escuché una carcajada juguetona antes de que alguien me diera unos leves toques en el hombro. Al darme la vuelta descubrí que se trataba de una niña.

Me observó durante unos instantes con una sonrisa inocente antes de ponerse a dar saltos. Vestía el uniforme de su colegio, en el que predominaban unos tonos verdes un tanto gastados. Sus cabellos, descuidados como los míos, estaban ensortijados, lo que parecía no importarle. Entre cantos y risas alzaba los brazos y las piernas, se tiraba sobre la hierba y se levantaba al instante en su torpe baile. Después corrió por la pradera con los brazos estirados, simulando el vuelo de una avioneta que surcaba los cielos.

La seguí con la mirada, hechizada. Me había hecho recordar algo que me pesaba en la conciencia, esa puerta que en algún momento todos tenemos que cerrar y de la que con tanta facilidad me había olvidado: la niñez.

Salí de mi pequeño trance. La niña se alejaba, y yo necesitaba alcanzarla. Decidí que iba a correr tras de ella. Atravesé la pradera, pero no la encontré. Aquella inocencia me había dejado para siempre. La infancia me hacía saber que ya había terminado para mí, que ya no soy la niña que danzaba por la pradera. Pero, por mucho que me costase, estaba lista para abrir una nueva puerta.