XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

La mulata 

Mariona Martí, 15 años

Colegio La Vall (Barcelona) 

Veracruz quedó ahogada en el asombro y el espanto tras la marcha de aquella muchacha, que había saciado su sed de habladurías. El pueblo de Córdoba se sintió vacío sin el tintineo de las doradas pulseras, sin su presencia hipnótica. 

Se llamaba Soledad. Tenía unos preciosos rizos azabache, que saltaban cuando bailaba en la plaza del pueblo al son de las guitarras. No había heredado la tez blanquecina de su padre, un español algo rudo que desaprobaba sus excursiones a la plaza, ni la de su madre, una mexicana morena que, a pesar de no poder salir de casa por orden de su marido, la ayudaba a escaparse cuando había ocasión. Los enormes ojos de Soledad tenían un brillo jovial que despertaba la envidia de las jóvenes que se encontraban con ella en el mercado. 

Ella ignoraba los comentarios hostiles a causa de su mestizaje, consciente de que todo lo malo que decían lo motivaban los celos. Su presencia hipnotizaba, el tintineo de sus pulseras lograba que todos los ojos se posaran en ella, su gusto exquisito al vestir y sus amplios conocimientos sorprendían a los tenderos. No había en Córdoba quien no conociera su nombre. Quizás por eso, no había nadie que no la odiara.

No se extrañó cuando empezaron a pasearse por las calles del pueblo rumores terribles, tocando a cada puerta y envenenando cada oído. Decían que era una bruja, una sucia mulata, una joven de la peor calaña. A pesar de todos los intentos de su padre por mantenerla en casa para evitar que la situación empeorara, se la podía ver por las esquinas, alimentando a los pobres o rezando a las puertas de la iglesia. Y cuando oía el murmullo de aquellos que pasaban por delante, les regalaba su inocente indiferencia; aún mejor, la sensación de que estaban totalmente equivocados. 

Los vecinos se enfurecían al descubrir que, a pesar de todo, seguían sintiendo una curiosa fascinación por Soledad, así que decidieron recurrir a la Inquisición. Unos y otros instigaron a los magistrados hasta que consiguieron que se le abriera un proceso que no duró más de un par de días. Las acusaciones de brujería se sostenían únicamente con habladurías, que fueron suficientes para condenarla a la hoguera. Cuando la noticia llegó a la casa, su madre salió a todo correr hasta la plaza, en donde se arrodilló, llorando y suplicando que perdonaran a la muchacha. Al momento llegó su marido, que ante sus paisanos se cubrió el rostro con las manos callosas, ocultando su temor. 

Descalza, despeinada, y con las manos atadas a la espalda; así la vieron pasar aquella cálida mañana de mayo. Los carceleros la encerraron en una de las mazmorras de San Juan de Ulúa. Entre aquellos barrotes la mulata se derrumbó y lloró como nunca antes en su vida. Llegó a pensar que de tanto llorar inundaría la celda. Se consoló al pensar en el mar, por el que podría navegar hasta alejarse de Veracruz y de las maledicencias. Entonces se le ocurrió un plan.

Con sus largas uñas rasgó una de las piedras de la mazmorra, dibujando en ella la silueta de un enorme barco de vela. El soldado que custodiaba su celda, un joven de veinte años, se acercó al oír el rascar, y alabó el dibujo. 

–¿Qué crees que le falta a esta nave para ser perfecta?

El carcelero le respondió con franqueza:

–Que pueda navegar.

Lo último que vio el soldado fue la sonrisa maliciosa de Soledad, el brillo de sus rizos y sus ojos encendidos como ascuas. 

Dicen que el chico enloqueció, al igual que todos los vecinos de Córdoba. El suceso corrió por Veracruz de boca en boca, deformándose cada vez que alguien lo narraba por primera vez. En el estado se respiraba una tensión teñida de curiosa fascinación por la historia de aquella muchacha. De ella nadie supo nada más que lo que el guardia repetía en un frenesí enajenado.