XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Jerarquía de opinión 

Carlos Garde, 17 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Los niños pequeños tienen muchas cosas interesantes que contar. Por eso, bien en el autobús de camino al colegio, bien en el patio, escucho disimuladamente sus conversaciones. La mayoría de las veces los temas de los que hablan son sencillos: las reglas de algún nuevo juego, una discusión sobre qué deportista es mejor o peor, etc. Sin embargo, si uno es paciente y presta atención, descubrirá asuntos más importantes: aquellos comportamientos que consideran que están bien o mal, quién tiene razón en una disputa, si comparten lo que les hace felices… Incluso, llegan a sacar conclusiones de algo tan complejo como la amistad o la inteligencia. El lunes pasado, por ejemplo, escuché a dos de ellos hablando de por qué unas cartas de fútbol robadas nos hacen sentir mal en vez de hacernos felices. Movido por la curiosidad, a veces les pregunto de qué curso son. Saber que solo llevan dos o tres años en la primaria me fascina.

Cuando vamos creciendo, tenemos la sensación de que disminuye la edad de quienes considerábamos mayores. Los que eran antes eran superiores a nosotros a causa de su edad, a los que considerábamos sabios, casi omnipotentes por estudiar el bachillerato, se convierten en personas normales y corrientes, con sus defectos y errores. Me acuerdo de verlos con portafolios (utensilio exclusivo para adultos, desde mi punto de vista cuando era niño) paseándose por la salida del colegio, lugar que en aquel momento estaba terminantemente prohibido para nosotros. Eso me hacía pensar en lo independientes que eran, y deseaba crecer para poder hacer lo mismo que ellos.  Pero, del mismo modo que esos alumnos ya no son tan geniales como antes (pues somos nosotros), aquellos que vienen a ocupar los cursos que vamos abandonando parece que se hacen cada vez más pequeños e inexpertos, tanto que no cabe recibir por su parte ningún pensamiento aprovechable. Hay veces que descarto su habilidad para resolver problemas que en realidad sí pueden solucionar a su edad, porque la importancia de una persona no va en función de los años que tenga.

Semejante reducción no nos hace ningún bien. Por un lado, si ignoramos lo que piensa una persona más joven que nosotros, corremos el riesgo de aceptar que un individuo mayor a nosotros no nos tenga en cuenta. Yo mismo, aunque aún no haya llegado a la mayoría de edad, tengo opiniones propias sobre temas importantes, aunque  todavía no sean consideradas por los adultos porque, según ellos, me falta experiencia (lo que no niego, en parte). Pero si actuamos de esta forma, por fuerza terminaremos por despreciar el punto de vista de los niños, que suele ser genial. ¡Cuántas veces nos sorprenden al señalar algo que nos parece obvio, pero que no habíamos sido capaces de ver! Para un niño, todos los problemas se solucionan con sinceridad y pensando en el prójimo, lo que es una verdad que daría solución a la mayoría de los conflictos de los adultos. Por eso, deberíamos dar valor a la sencillez con la que señalan lo lógico en un mundo cada vez más confuso.

Yo voy a seguir escuchando a los niños de primaria, seguro de que no estoy perdiendo el tiempo. Quizás me convenzan, quizás solo me divierta con sus ocurrencias, pero merecen ser escuchados. No en vano, la idea de este artículo me la brindó mi prima, que solo tiene ocho años.