XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Farolero
Miriam Pérez Casado de Amezúa, 16 años
Colegio Sierra Blanca (Málaga)
Tal y cómo lo requería su profesión, don Calixto solía despertarse dos horas antes de que los primeros rayos de sol pintaran las nubes de naranja y las calles se cubrieran de una luz dorada. Era un hombre sencillo, al que le gustaba la literatura clásica. Solía sentarse a leer durante las horas previas al apagado y al encendido de las farolas. Se acomodaba en un banco de madera, que consideraba como el mejor de la ciudad debido a la brisa que corría por un cruce de calles durante los meses de verano.
Los miércoles se acercaba al museo de El Prado para visitar a su hijo, restaurador de cuadros. Pero a don Calixto no le interesaba el arte, a menos que trabajar con gas tuviera cierta virtud artística, porque él se encargaba de encender y apagar las farolas de la urbe.
Trabajaba con alegría entre las lucernas de aceite, de gas y keroseno, y no le importaba repasar las boquillas para que no hubiera obturaciones. También limpiaba con esmero los cristales de cada fanal, retirando el hollín y la suciedad para que las farolas proporcionaran un buen alumbrado. Al ocaso, cuando daba comienzo su paseo nocturno desgastador de suelas, mientras prendía la luz por las avenidas y escuchaba el silbido del gas antes de encenderlo y el rumor de las fuentes de los parques, se le llenaba de dicha el corazón.
Un atardecer, se extrañó de la pregunta que le vino a la cabeza mientras cerraba con suavidad la puerta de vidrio que guardaba una llama vibrante:
«¿Desde cuándo soy farolero?». Y se dio cuenta de que no lo sabía.
En ese momento, un automóvil frenó súbitamente junto a él.
—¡Suba! —le ordenó el conductor, pero el farolero permaneció inmóvil—. Es a usted, señor –insistió–. ¡Vamos, suba!
Don Calixto se acercó sorprendido, pues una fuerza interior le empujaba a subirse al vehículo.
—Dese prisa, o me iré —sentenció el desconocido.
Don Calixto apoyó su escalera y la vara en la pared, y se apresuró a acomodarse en el asiento trasero.
—¿Está usted sordo? —bromeó aquel hombre de espeso bigote, acostumbrado a soltar risotadas escandalosas.
El farolero no se sintió requerido.
—Disculpe, ¿quién es usted? –quiso saber.
—Digamos que un escritor. ¿Ha visto la luna esta noche?
—Esta noche hay luna nueva, señor.
—Negativo, Calixto. La luna solo se oculta para usted.
—¿Cómo? —se interrogó desconcertado, como un tonto.
—Lo que oye. La luna se ha esfumado a sus ojos. Pero, ¿me va a obligar a repetirle cada frase?
—Usted está chiflado, sea quien sea. ¡Se le ha caído un tornillo! –se dio unos golpecitos con el índice en la sien–. Esta noche hay luna nueva. ¿Acaso la ve flotando en el cielo? —inquirió al tiempo que observaba el espacio a través de la ventanilla.
—Escúcheme, Calixto: si usted no puede ver la luna es porque está apunto de desaparecer de este
mundo —le anunció el escritor, que pisó a fondo el acelerador.
—¡Oh, Dios mío! —se mofó el farolero. —¡Voy a morir! —. El automóvil se detuvo. —¿Y quién es este semidiós que lo sabe todo y ha venido a avisarme de mi desgracia?
—Ríase si quiere, Calixto. Yo soy tu autor.
–¿Mi autor?
–Se lo demostraré… –sonrió, expandiendo la mancha de su bigote–. ¿A que no podría decirme desde cuándo es usted farolero?
–La verdad es que no.
–En efecto. Su existencia es ficticia. El Madrid que conoce no es más que una ciudad de novela. Sus edificios, sus parques y palomas, sus carnicerías y panaderías… salen de mi imaginación. ¡Es muy fácil de entender! Por ejemplo, el museo de El Prado de la vida real no contiene las obras que restaura su hijo. Lo mismo ocurre con el fuego que usted prende cada noche. Ni ese fuego ni su trabajo van a existir en adelante, porque ya nadie quiere leer la historia de un hombre con un trabajo tan poco sugerente. Usted se ha vuelto aburrido, entiéndalo.
Calixto se hundió en el asiento. Se preguntó si valía la pena depender de una vida ficticia que ningún lector quería leer. Sin embargo, al enterarse de que era parte de una ficción, supo que él no era solo un puñado de frases, el esbozo de un personaje ni el protagonista de un mísero borrador. El farolero era una persona, pues tenía dignidad, emociones y pensamientos. Quizás el mundo real estaba poblado de hipócritas que trabajaban en profesiones sobrevaloradas y que se dejaban llevar por caprichos pasajeros. Por otra parte, «¿Tanto poder tiene mi escritor para hacerme desaparecer?
En ese momento, una luz brilló vibrante. Como el interior del farolero, la luminaria estalló en coraje y determinación para cobrar vida: las estrellas en el firmamento ardían y el papel del libro empezó a quemarse.
Don Calixto no tenía miedo, no estaba dispuesto a echar a correr, no huiría, ni pensaba esconderse. Todo lo contrario; entendió que debía alejarse de la tinta a la que estaba atado.
–Nunca más seré protagonista de una historia escrita por un autor ajeno a mí. Seré yo, Calixto, el principio y final de mi propia novela, el único con poder para escribirla.
Al disolverse su mundo –aquel que había considerado verdadero– en humo y ceniza, el farolero miró la realidad con otros ojos, cuajados de seguridad y esperanza. Aquel fuego provocó que su existencia cobrara sentido, arrasando su temor a que él fuera una llama silenciosa.