XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El último legado 

Ariadne Carreira, 14 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

El mundo era un caos y eso era lo bonito: que era un caos perfecto, tan blanco y negro como rosa y azul. El problema llegó cuando la humanidad recibió un recordatorio de que los hombres no eran invencibles, que bastaba una pizca de realidad para, en cualquier momento, bajarles de aquellos tronos que se habían construido. Y eso fue  lo que sucedió.

Hace doscientos treinta y cuatro días nació el último bebé. A partir de entonces, las mujeres que estaban encinta perdieron al hijo que esperaban de una manera, digamos, mágica: no hubo señales, no hubo advertencias. Cientos de miles de madres no pudieron llevar a término su embarazo. Ellas, sus esposos, los abuelos, los hermanos… fueron testigos de algo inexplicable: el olvido los iba a arrastrar hacia la nada. La palabra “legado” había perdido su significado. El caos perfecto se desestabilizó, como si todos los árboles de una jungla se secaran, como si se evaporara el agua del océano. 

Días después, en el salón de mármol y oro se convocó una subasta sin precedentes. Los allí presentes iba descubrir el último atisbo de esperanza; se volverían locos con tal de conseguirlo: entre un montón de serpientes, ella era un conejito atado de pies a manos, con la mirada perdida. Ante tan negro futuro, Ana escuchaba las risas burlonas. Las joyas relucientes le causaban dolor en los ojos, y el olor a un perfume caro de los convocados la ahogaba, como si estos participaran en un concurso por ver quién exageraba más su aroma. Daba la impresión de que habían llegado a un desagradable empate.

Ana, de veintitantos años, no destacaba por su intelecto ni por su belleza. Su virtud iba más allá: en su vientre llevaba la última esperanza de un mundo condenado, el último legado de una humanidad que ya no podía crear vida.

Aquella noche, en una sala llena de lujo y decadencia, cientos de hombres y mujeres se reunieron para luchar por ese legado. No porque les importara la vida, sino porque querían poseer lo único que habían perdido. Habían destruido el futuro con su ambición desmedida y, aun así, creían que el dinero podría devolverles lo que habían perdido.

El presentador no perdió el tiempo en discursos innecesarios. Todos sabían por qué estaban allí. Con un gesto, dio inicio a la puja.

Las voces se alzaron al instante. Las mujeres, desesperadas, gritaban para reclamar para sí la última oportunidad de ser madres. Los hombres sacaban fajos de billetes que subían la apuesta. En aquella sala, atufada de perfumes y joyas no había amor ni compasión, solo codicia. Habían construido su propio infierno y ahora intentaban comprar la redención.

Pero Ana no era parte de ellos. Ella no temía por su propia vida, sino por la de su bebé. Sabía que no pujaban por ella, sino por la criatura que llevaba dentro. Entre toda aquella gentuza, era la única que entendía el verdadero valor de lo que llevaba en su vientre. No se trataba de dinero, ni de poder. Se trataba de amor. Porque Ana amaba. Amaba como su madre la amó cuando, de niña, le cocinaba galletas. Amaba como su padre había amado a su madre. Amaba como ella había amado a sus hermanos, a su abuela, a la música. Amaba como había amado al hombre que creyó ser el amor de su vida… hasta que dejó de serlo. Amaba como solo un humano puede hacerlo.

Sintió una leve patada dentro de su vientre. Un simple movimiento, algo tan natural y, sin embargo, aquello por lo que el mundo estaba dispuesto a matar con tal de sentirlo. Ese bebé único y frágil le dio a Ana la fuerza para seguir. No iba a permitir que su hijo se convirtiera en una mercancía más. 

Los miró. Ellos nunca comprenderían cuál es el verdadero precio de la vida. Tan alto, tan infinito, tan invaluable que ni todo el dinero de la historia podía comprarlo. Así que respiró. Respiró y siguió respirando. Si nadie más en esa sala se comportaba como un ser humano, ella lo haría por los dos.