XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El último abrazo 

Ángel Serrano, 17 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Cuando Antonio cruzó la puerta de la habitación 312 por primera vez, percibió una sensación de opresión que no había experimentado en ningún otro lugar. No era la enfermedad del paciente la que lo causaba sino la profunda soledad que impregnaba cada rincón. En la cama, un anciano cuya mirada denotaba desconcierto, giró ligeramente el rostro hacia él .

—¡Hola, señor Manuel! Me llamo Antonio y me encargaré de cuidarlo a partir de ahora. 

El paciente parpadeó como con esfuerzo. 

–No necesito asistentes –susurró con la voz ronca. 

Antonio sonrió, pues entendía que la resistencia inicial era una forma de protección. Tomó una silla y se sentó al lado de la cama. 

–Tranquilo; he venido para hacerte compañía.

Desde entonces, así comenzaba cada mañana. Antonio solía traer consigo una taza de café humeante. Manuel apenas le daba un sorbo al suyo. Durante un rato, Antonio le hablaba sobre asuntos triviales. Manuel rara vez respondía, pero no mostraba señales de querer dar esas tertulias por terminadas. 

Con el pasar de los días surgió entre ellos una conexión a través de pequeños gestos. Hubo una ocasión en la que Manuel extendió la mano y rozó la muñeca de Antonio. La brevedad de ese contacto tuvo más significado que cualquier diálogo. 

—¿Sabes qué es lo que echo de menos? —murmuró el anciano una tarde que miraba por la ventana. 

Antonio se encogió de hombros. 

–Los abrazos –expresó con un sollozo–. Desde que falleció mi esposa, no he vuelto a recibirlos.

Antonio se encontró ante una encrucijada. Sabía que no debía comprometerse con aquello que no podría cumplir; sin embargo, sabía también que un simple gesto puede expresar más que mil palabras.  

Unas semanas más tarde, cuando el frío invierno se sentía a través de las ventanas del hospital, Antonio descubrió que la cama de Manuel estaba vacía. 

—El paciente solicitó el alta voluntaria —le informó la enfermera—. Mencionó el deseo de regresar a su hogar. 

Antonio experimentó un golpe de satisfacción al considerar que Manuel estaría bien y hallaría esa paz que parecía extraviada. 

Una mañana encontró un sobre sin remitente en su buzón. Dentro había un papel con una sola frase en tinta azul:

“Gracias por el último abrazo”.

Antonio cerró los ojos y sonrió. A veces, un solo gesto puede llenar todo un alma.