XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El pozo cíclico 

Julia Crovetto, 14 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Una chica está en un pozo. No puede salir. Permanece acurrucada, con sus piernas dobladas y pegadas al pecho, cubierta con un manto de oscuridad. Hasta que ve una luz, y con la luz unas escaleras que conducen fuera del pozo. Y descubre que se le tiende una mano que la anima a levantarse.

Hace unos meses no estaba en el pozo.

Una chica se levantó de su cama tras escuchar el sonido del despertador. Se vistió con sus prendas favoritas: una camisa a cuadros de colores sobre una camiseta blanca, y unos pantalones con corazones y dibujos alegres. Estaba lista.

Salió por la puerta. 

Era nueva en la ciudad, se había mudado unas semanas antes. En ese momento se disponía a comenzar el nuevo curso escolar.

Cuando llegó al instituto, los alumnos que había en el recibidor la contemplaron con desagrado. Fue consciente de que su ropa destacaba entre la uniformidad de las prendas aburridas que vestían los estudiantes, pero no le importó.

Al entrar en el aula, le ocurrió lo mismo: miradas de soslayo, cuchicheos, dedos señaladores… por atreverse a llevar ropajes vistosos.

–Parece un payaso –dijo una.

–¿La seguirá vistiendo su madre? –escuchó de otro.

La chica se sentó en un pupitre de la primera fila, al lado de dos estudiantes que la miraron de mala manera.

–Está ocupado –le advirtió una de ellas.

La otra la examinaba con desprecio.

Se puso en pie y les dedicó una sonrisa envenenada. 

«Menudas sinvergüenzas», pensó.

Después de unas horas, en las que recibió insultos y desprecios (incluso de algunos de sus profesores), llegó la hora de almorzar, pero en la cafetería del instituto no encontró dónde sentarse. Allí también fue el centro de atención. La observaban como a un objeto novedoso; otros compartían susurros mal intencionados y unos pocos le dirigían miradas ácidas.

De pronto, en la cafetería sonaron todos los móviles, incluido el suyo. Los estudiantes posaron los ojos en sus pantallas. Muchos se echaron a reir. Otros la miraron con pena. Los demás se dejaron llevar por la indiferencia.

A ella, que también consultó su teléfono, los ojos se le llenaron de lagrimas. Había abierto un mensaje que incluía una fotografía. Era ella, junto a la palabra “Payasa”, a la que seguían numerosos comentarios: 

«Menuda pringada». «La ropa que lleva mi hermana de cinco años es más bonita». «Que se la lleven al circo»…

La chica salió corriendo. En su huída, alguien le interpuso una pierna y rodó por el suelo.

–¡Oh, la pobre payasa se ha caído! –exclamó alguien acompañado de mil risas.

Ella se levantó y siguió corriendo hasta que abandonó el instituto. Unos minutos después entró en su casa. Estaba exhausta y traía la cara empapada en sudor. Se miró al espejo y comenzó a gritar tan alto que los pájaros echaron a volar, asustados, y las nubes rompieron a llorar a mares y las flores se cerraron. Sintió que el mundo temblaba bajo sus pies.

Estaba en el pozo.

Abrió su armario bruscamente y empezó a lanzar la ropa por el suelo. Cada prenda era diferente y singular, como ella. Desesperada por no encontrar nada “bonito” que ponerse, se tumbó en la cama y lloró y lloró hasta que se quedó dormida.

Al despertarse, buscó dinero y puso rumbo a un centro comercial en donde adquirió una sudadera gris y unos pantalones vaqueros, con los que se vistió al día siguiente. Nadie pareció verla en el instituto; nadie se rio de ella; nadie hizo ningún comentario. Y la chica se sintió invisible y vacía.

Transcurrió la semana, clase tras clase. Mientras tanto, todo lo que antes le resultaba colorido y agradable, había adquirido tonos grisáceos.

Meses más tarde una chica nueva llegó al instituto. Tenía una peculiaridad parecida a la suya: vestía prendas extremadamente anchas, con las que parecía sentirse cómoda. Pero todas las miradas inquisitorias cayeron sobre ella; los alumnos y profesores la observaban y hacían comentarios hirientes.

A la hora del almuerzo, alguien distribuyó por los teléfonos móviles una foto foto de la recién llegada, a la que añadieron las siguientes palabras: “Bolsa de patatas”. Tambien le hicieron una zancadilla. La nueva alumna se deslizó por el mismo pozo.

Entonces, la primer chica hizo lo que alguien debería haber hecho con ella: extendió su mano y ayudo a la nueva chica a salir del hondo agujero. Y volvió a ser ella misma.