XXI Edición
Curso 2024 - 2025
El objetivo
Almudena Ros, 16 años
Colegio Senara
Llamó al timbre y se abrió la puerta, mostrándole un recibidor en penumbra. Entró, convencido de que se toparía con alguien, pero el hall estaba vacío. Se detuvo ante la mesa y dejó todas sus pertenencias, como le habían indicado en el mensaje. Mientras se vaciaba los bolsillos e iba depositando en un cuenco la cartera, las llaves de casa, una cajetilla de cigarrillos y una pequeña caja de pastillas de regaliz, caviló acerca de los pasos que debía seguir. Decidió que se llevaría las las pastillas. Nunca sabía cuándo podría necesitarlas.
Mientras avanzaba, recordó el texto del telegrama que había recibido el día anterior. En él se le solicitaba que se acercara a la antigua sucursal de una empresa de cosméticos que había quebrado tras la guerra civil, en donde le proporcionarían las instrucciones para una nueva misión.
Santiago recorrió el largo pasillo, apenas iluminado por unos ventanucos que apenas dejaban pasar un poco de la luz vespertina. El bullicio de La Gran Vía, considerable durante esas fechas navideñas, llegaba tenuemente a los oídos del joven.
Era diciembre del año 1964. Santiago Urriaga, hijo de un magnate de la industria petrolífera, hacía meses que había decidido renunciar a ocupar un puesto en la empresa familiar, pues quería ganarse la vida por su cuenta. A pesar de que llevaba tres años en aquel oficio, tenía la impresión de que le quedaba mucho por aprender.
Al llegar al final del corredor, intentó imaginar quién podría ser su objetivo. «Espero que no sea otro catedrático», pensó antes de suspirar pesadamente.
Golpeó con los nudillos la puerta.
–¡Adelante!
Al abrirla, casi se dio de bruces con un hombre alto y ancho de hombros, que parecía a punto de marcharse. Se saludaron con un gesto de cabeza, y aquel abandonó el despacho. A Santiago no se le escapó la mirada incriminatoria que había lanzado al hombre que permanecía sentado tras el escritorio, con el que parecía haber mantenido una acalorada discusión. Este se recompuso rápidamente y se levantó apresurado para saludarle con un apretón de manos.
—¡Ay, Santiago! Qué bien que estés aquí. —el hombre del escritorio le invitó a sentarse frente a él y le ofreció un cigarrillo.— ¿No quieres…? Bueno, aquí tengo tu nuevo encargo.
Señaló una foto sobre un montón de papeles mientras encendía su cigarro.
—Ese que acaba de salir es Carlos Chamero; seguro que has oído hablar de él. Se trata de uno de nuestros mejores hombres.— Bajó el tono y adoptó un aire confidencial:— Se ha enfadado… Cree que no debería encomendarte la búsqueda de la siguiente persona.
Suspiró y se echó para atrás, para de inmediato darle una larga calada a su cigarro.
—Pero bueno, nosotros no lo decidimos. Solo acatamos las órdenes de la delegación. Así que no te voy a entretener más; ya sabes lo que tienes que hacer.
—Sí, Esteban. No te preocupes; soy veterano en esto.
Esteban soltó una carcajada que acabó convirtiéndose en una tos fuerte.
—Ay, hijo, sí. A todos nos sorprende lo rápido que progresas.— Dio una nueva calada.— Llegarás lejos, muy le…
No pudo continuar porque le volvió a asaltar otra ronda de toses. Santiago le ofreció la caja de regaliz. El viejo se lo agradeció, mientras le hacía entrega de la foto junto con una fina carpeta.
—Recuerda: le encuentras y le silencias. De margen tienes una semana. El objetivo es un empresario muy influyente, que nos está poniendo las cosas complicadas —hizo una pausa eligiendo con cuidado sus siguientes palabras.— No te relaciones con él y, sobre todo, mantén la cabeza fría.
Santiago observó la foto con detenimiento. Era el retrato de un cincuentón de pelo canoso y ojos severos. Ahogó un grito al reconocer al hombre al que tanta decepción había causado: el objetivo era José Luis Urriaga, su padre.