XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El maestro 

Mariona Martí, 16 años

Colegio La Vall (Barcelona) 

Es imposible no acumular resentimiento cuando te quitan el trono y te arrebatan la corona. Lo pensaba un compositor italiano, carcomido por el odio que sentía hacia su colega. 

Cada noche, antes de acostarse y apagar la llama de las velas, rumiaba el momento en que lo conoció. Se encontraba en el salón real, cerca del Emperador, cuando apareció el muchacho –que llevaba el pelo desordenado y un aspecto poco cuidadoso– acompañado por su padre. El italiano sintió un instantáneo repelús hacia el chico. ¡Cómo había podido presentarse en la corte con semejantes trazas! El joven, que se dio cuenta de su desdén, se permitió lanzarle una mirada despectiva por encima del hombro, como burlándose del traje de terciopelo negro con el que el italiano había acudido a palacio.

Le fue imposible no sentirse avergonzado cuando el muchacho se sentó en el taburete y deslizó las yemas de los dedos sobre las teclas blancas interpretando la melodía más bella que todos los allí presentes habían oído nunca. Se sintió furioso al ver que, a pesar de su aspecto, su actitud soberbia y, sobre todo, su manera de tocar, con una soltura y desfachatez detestables, los cortesanos reían y bailaban alegremente, algo que el italiano no había conseguido durante todo el tiempo que llevaba en palacio.  

—¡Muchacho, eres el músico más talentoso que he visto jamás! –proclamó el Emperador, agarrándole las manos al joven austriaco, que permanecía sentado ante el piano. 

Con el paso de los años, el nombre del italiano fue cayendo en el olvido. Cuando alguien lo mencionaba, era para comentar acerca de su desastroso estado económico. Los halagos del Emperador al austriaco se le habían quedado hundidos como una astilla purulenta en el corazón, donde roía su animadversión hacia el muchacho. Además, se revolvía como un perro rabioso si alguien se atrevía a acusarle de estar celoso. No, no era envidia. Era frustración, era asco, era odio hacia un músico sin modales y con una actitud deplorable al que, sin embargo, había reconocido el Emperador –al cual el italiano había servido fielmente desde que llegó a la corte– como el mejor músico de todos los tiempos. 

Un día escuchó a sus criados elogiar entre cuchicheos la reciente ópera estrenada por su rival. No entendía cómo una composición tan caótica y vulgar había podido recibir tantas alabanzas por parte de la critica y el público. Esos halagos, susurrados para no enfadar al señor de la casa, fueron la gota que colmó el vaso. 

Pasada la medianoche, cuando se encontraba a salvo de curiosas miradas y posibles testigos, se hizo con un frasco de cianuro. Esperó a acudir a una de las fiestas del Emperador. Aprovechando el bullicio de los invitados, vertió unas gotas de la sustancia en la copa de su enemigo. Acto seguido, esbozó una sonrisa sincera al verlo tocar el piano, convencido de que aquella iba a ser la última vez.

Toda la ciudad se mostró consternada al escuchar la noticia. Se repetían las últimas palabras del músico, que tumbado en el suelo y retorcido entre insoportables dolores clamó que lo habían envenenado. Decían que siguió escribiendo su obra postrera en su lecho de muerte, hasta el instante en el que exhaló un último suspiro. El italiano ignoró todos los corrillos, intentando convencerse de que por fin se había hecho justicia, de que iba a llegarle una paz duradera una vez el Emperador le devolviera el honor de ser el músico de palacio. 

Pero no fue así: su conciencia enferma fue deteriorándose, dando paso a unos nervios ingobernables y a una paranoia constante que no lo dejaban dormir. Cada vez que se acostaba, veía la imagen del muchacho tocando alegremente.

Aún así, el compositor intentó cumplir con sus obligaciones. Entre otras, aceptó una invitación del Emperador para que le acompañara a un concierto en el que se interpretarían algunas de las obras favoritas del difunto austriaco. 

Tomó asiento a la derecha del monarca, en el palco imperial. A media que transcurría la velada, empezó a sentir alivio. Al fin podía olvidarse de su difunto rival. Mas de pronto, empezaron a sonar unas notas con un compás lúgubre que hicieron que la culpa y el pánico lo atraparan entre sus garras. Mientras la pieza avanzaba, cada nota, cada compás, cada acorde se fue clavando en su corazón. En un repentino delirio le pareció que las voces del coro clamaban el nombre del muchacho. Su corazón latía enloquecido mientras un sudor frío descendía por su frente. 

Sonó la última nota y el público rompió a aplaudir. El Emperador se volvió hacia él con la intención de conocer su parecer. 

–¿Qué te ocurre? –le preguntó, sorprendido ante el tono amarillento de su rostro.

El italiano, con un susurro, confesó:

—Yo envenené al maestro.