XXI Edición
Curso 2024 - 2025
El diario
Luisa Clemente, 16 años
Colegio IALE (Valencia)
Un domingo tedioso, de esos en los que no hay nada que hacer, Ana decidió preguntarle a su madre cómo podría entretenerse.
—Mamá, ¡este día no se acaba nunca! Pienso en jugar o en hacer deporte, pero nada me apetece.
Su madre, que estaba recogiendo la cocina, le respondió sin levantar la vista:
—Si tanto te aburres, ve al desván y pon orden en el revoltijo de papeles.
Ana subió las escaleras de madera y empujó la puerta. Entre cajas apiladas sin orden y muebles cubiertos con sábanas viejas, se puso a recoger hojas desperdigadas. De pronto, un cuaderno de cuero marrón llamó su atención. Se sentó en el suelo y, con cuidado, sopló el polvo que cubría sus tapas. Las páginas crujían al tocarlas. En la primera, con una caligrafía cursiva y temblorosa, leyó: “Diario de Thalía Fischer, 1940”. Thalía era su abuela.
Ana se estremeció. Ella había nacido en una España libre, donde podía decir sin miedo lo que pensaba, caminar sola por las calles y hablar con quien quisiera. Por tanto, no lograba imaginarse cómo era vivir con un temor constante, porque la infancia de su abuela coincidió con la Alemania de Hitler, aunque no conocía muchos detalles porque la abuela Thalía nunca hablaba de su infancia.
Con una mezcla de emoción y temor, comenzó a leer:
“Febrero de 1940. La nieve cubre la ciudad. Mis hermanos y yo queremos salir al parque para encontrarnos con nuestros amigos, pero mamá no nos lo permite; dice que es muy peligroso. Tampoco deja que hablemos alto, empeñada en que tengamos cuidado con lo que decimos, incluso dentro de casa. Papá suele regresar tarde del trabajo, y llega con la mirada perdida. Sé que algo malo está pasando, pero nadie se atreve a explicármelo”.
Ana sintió un escalofrío. Había estudiado en clase de Historia lo que sucedió en Alemania entre 1939 y 1945; leer en primera persona lo que su abuela vivió y sintió le resultaba estremecedor.
En la siguiente página había una nueva entrada, que le provocó un nudo en la garganta:
“Ayer se llevaron a los vecinos del piso de enfrente. Son los Cohen, una buena familia. No entiendo por qué aquellos soldados los golpearon con tanta brutalidad. Aún me asusto al recordar los gritos de la madre al caer por la escalera después de que recibiera un empujón. Mamá, rápidamente, me obligó a entrar en casa, pero antes pude ver la cara de terror del marido. Algo me dice que no van a volver”.
Siguió pasando páginas y descubrió más pasajes de aquel tiempo terrible: el hambre, las restricciones, el miedo constante a que alguien los delatara. También encontró pequeñas acciones que llamaban a la esperanza: una amiga que le regaló pan a escondidas, un profesor que le enseñó algunos libros prohibidos por el régimen... La abuela Thalía mencionaba a una pequeña planta que veía crecer entre los escombros de un bombardeo. Tomó su primera flor para secarla entre las páginas del cuaderno.
El tiempo a Ana le pasó volando. Cuando su madre la llamó a cenar desde el piso de abajo, no sabía cuántas horas llevaba en el desván. Bajó los escalones a la carrera, portando el cuaderno.
—Mamá, he encontrado el diario de la abuela. ¡Es asombroso!
Hubo un lapso de silencio antes de que su madre le dijera, con un tono extraño, mezcla de nostalgia y sorpresa:
—Ha llegado el momento de que hablemos acerca de ese cuaderno.
Al sentarse, Ana cerró el diario con cuidado, como si fuera un secreto valioso. Supuso que aunque viviera en otra época y en otro país, aquel pedazo de historia también le pertenecía. Estaba segura de que nunca volvería a contemplar a su abuela con los mismos ojos.