XXI Edición
Curso 2024 - 2025
El clavo que separó
dos mundos
Teófilo Medina, 18 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Tocados de flores y sombreros cordobeses cubrían cientos de cabezas en aquella calurosa romería de hace ya tantos años. Las calles del centro del pueblo se embriagaban con el arte popular: los balcones engalanados de colores, las mulas con llamativos borlajes colgando de la testera y los músicos, que portaban guitarras y castañuelas, pero sin romper a tocar. Entre tanta alegría, Manolito, un zagal, sorteaba a cuanta gente había para contemplar al alcalde –el viejo don Primitivo–, que estaba sentado frente a frente con un desconocido, joven, rubio y de penetrantes ojos azules. Entre ambos había una tabla con un clavo apenas introducido en la madera, posada esta sobre dos caballetes plegables. Entre la multitud elegante y pintoresca, destacaban la profesora, doña Eugenia, y el frontudo y viejo hidalgo don Basilio.
–¡Doña Eugenia, doña Eugenia! –invocó Manolito–. ¿Qué está pasando? ¿Qué hace don Primitivo con esa tabla de madera?
–No te lo vas a creer: ha llegado un extranjero a vendernos sus máquinas americanas. Al rechazarlas, va y coloca un tablero con dos martillos. Yo no sé mucho inglés, pero con algo me he quedado por ser maestra, y creo que se trata de un juego de su tierra: el primero en hundir el clavo, gana.
–¡Sandeces, sandeces y más sandeces! –refunfuñó don Basilio, tamborileando su bastón contra el suelo–. A qué ton, si se puede saber, aparece en mitad de las fiestas un indio a vendernos sus máquinas. ¿Por qué tanto alboroto con los americanos? Que yo recuerdo cuando mis bisabuelos, que fueron gallardos e impetuosos soldados, desembarcaron en sus tierras eran ellos los que pedían nuestra ayuda.
En lo que el chico, la profesora y don Basilio charlaban, el americano alzó el martillo y asestó un golpe en el clavo, del que hundió poco menos de su mitad.
–Señor, con calma, no vaya a hacerse daño en la mano –rogó impotente don Primitivo–. ¿Cómo le explico a este buen hombre que no quiero ni los sistemas de irrigación ni las locomotoras que me vende? Que aquí llueve lo que no está visto, y con los caballos que tenemos, ¿para qué queremos más? Y tampoco es que nos quede para gastar, que con la romería nos hemos pulido hasta el último céntimo… Doña Eugenia –buscó a la maestra–, dígale en inglés que no queremos maquineins, boy.
La mujer balbuceó un modesto intento de inglés, tras el que se sintió alborozada por su esfuerzo. Sin embargo, la mirada de complacencia de la docente duró poco, pues el americano se arrancó a hablar. Al tiempo que este movía los labios, agitó sus manos como un abanico.
–¿Qué dice, doña Eugenia? ¿Qué dice? –preguntó el alcalde.
–¿Pues, qué va a decir? Que le dé al clavo ya, que si no, no se va del pueblo. Anda, Manolito, ve a la escuela y tráeme el diccionario de inglés. Lo tengo en la clase.
Manolito salió a la carrera por donde vino, escurridizo como siempre. Por su parte, el alcalde no tuvo más remedio que hacer fuerza con el martillo para acatar los deseos del extranjero. Le encajó un golpe tan endeble al clavo, que a penas se hundió unos centímetros.
–Alcalde, no toleraré que acate usted las órdenes de este yankee –renegó el viejo hidalgo–. Ya decían mis antepasados…
Se quedó con la palabra en la boca, pues el martillo del americano volvió a golpear. Esta vez, dejó la cabeza del clavo casi rozando el tablón. El regidor tenía una fácil victoria.
–No se preocupe usted, don Basilio –le tranquilizó el alcalde–. ¿No ve que Dios está de nuestro lado? En España no tenemos esas máquinas ni tanta opulencia, pero nadie nos gana en principios: somos gente campechana, católica e inteligente. Ya ve a doña Eugenia, ¡qué arte!... hace las multiplicaciones de cabeza, como quien dice, y no falla ni una.
Don Basilio respondió con unas toses fingidas para que quedara claro que él también era un hombre capaz.
El alcalde propinó un nuevo martillazo. El clavo, sin embargo, siguió separado de la tabla apenas por una ranura. El pueblo se quedó en silencio. El americano preparó el siguiente golpe. Los vecinos estaban expectantes, inducidos a seguir el juego. Entrecerraban los ojos como si le debiesen algo al americano, como si el siguiente golpe fuese a cimentar su pobreza. El americano enarboló el brazo tras su cabeza, y cuando fue a impactar la punta con la herramienta, un diccionario voló por el aire y le dio en la cabeza, lo que le hizo errar en aquella oportunidad.
–¡Manolito! –exclamaron todos.
El alcalde, ni corto ni perezoso, terminó por encajar el clavo. Entonces volvieron la fiesta y la música. El americano se marchó cabizbajo con sus inventos y Manolito fue vitoreado como a un héroe.
Fue un gran día de romería, y todos los habitantes regresaron a sus casas felices de haber disfrutado la experiencia. Sin embargo algunos no pudieron dormir, pues sus corazones aún latían exaltados: Don Primitivo, el alcalde, estaba orgulloso de su actuación, que no fue apenas nada, pero le había ayudado a ser el centro de atención, lo que le encantaba. Don Basilio miraba reflexivo el techo; a su edad aún no había encontrado mujer. Doña Eugenia pensaba en sus dotes de inglés, que apenas le habían servido de nada. Otros trataban de imaginarse cómo habrían cambiado sus vidas gracias a los inventos del extranjero. Pero había que dormir, porque a la mañana siguiente habría que trabajar de sol a sol.
El único que durmió bien esa noche fue Manolito.