XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El beso en la guerra 

Nuria Señoráns, 14 años

Colegio María Teresa (Madrid)

Todo cambió cuándo, en medio del caos, nuestros ojos se encontraron. Un bombardeo había destruido nuestra ciudad, pero pude regresar a casa tras un día luchando contra los escombros. Al llegar me encontré a mi hermana Lucía, que estaba jugando con su viejo peluche. Entonces el suelo volvió a temblar a causa de una nueva explosión y, de pronto, un armario cayó sobre ella. Corrí a ayudarla. Afuera se escuchaban los gritos de los vecinos. Cuando nuestros padres regresaron de noche, sentí un gran alivio.

A la mañana siguiente, encontré una carta en la mesa.

“Álvaro, Lucía, nos llevan persiguiendo desde hace varios días y no podemos poneros en peligro. Nos veremos pronto, os lo prometemos”.

Sabía que podía pasar, pues mi padre era el presidente del país y le había declarado la guerra a Fertón, nuestro país vecino. No era ninguna sorpresa que sus enemigos fueran a buscarlo, pero aun así me quedé helado, y cuándo se lo mostré a Lucía, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Nos han dejado solos… —susurró con la voz temblorosa.

No tuvimos tiempo para asimilarlo, porque alguien llamó a la puerta. Observé por la mirilla y sentí un escalofrío al descubrir dos serpientes tatuadas en el antebrazo de los hombres que esperaban del otro lado. Tomé las mochilas que mis padres nos habían preparado, avisé a Lucía y escapamos por una ventana sin hacer ruido.

Tras horas caminando, llegamos a un pueblo en ruinas y nos refugiamos bajo un puente, rodeados de un paisaje desolador. Al amanecer, antes de que mi hermana se despertara, salí a dar un paseo por las calles. No me encontré con nadie hasta que llegué a la plaza, en donde vi a una chica de mi edad; era preciosa. Su cabello dorado brillaba con el sol y sus ojos azules reflejaban algo de cansancio. Me acerqué y le pregunté su nombre, pero no me entendió. Me respondió en otro idioma, en la lengua de Fertón. 

—No puede ser —murmuré, al caer en la cuenta de que habíamos cruzado la frontera.

Encontramos una manera de comunicarnos. Se llamaba Emma. Cuando la llevé junto a Lucía, la tensión entre ellas fue evidente.

—Es del otro lado —susurró mi hermana, nerviosa al reconocer su idioma.

Emma le tendió la mano con una sonrisa. Lucía dudó, pero finalmente se la estrechó.

A medida que pasaron los días, los tres nos volvimos inseparables. Se convirtió en una buena amiga, a pesar de pertenecer al bando contrario. Un día, Lucía rompió a llorar, pues extrañaba a nuestros padres. Emma no dudó en consolarla. Fue entonces cuando supe que me había enamorado de ella.

La guerra nos encontró de nuevo: explosiones, disparos, fuego. Huimos al escuchar el paso de los soldados. Aunque tratamos de escondernos en el bosque, una bala alcanzó a nuestra amiga.

—¡Emma! —grité, corriendo hacia ella.

Se agarraba el brazo herido mientras la sangre empapaba su ropa. Sin pensarlo, la cargué sobre mis hombros y corrí junto a Lucía hasta que nos alejamos del peligro. Una vez a salvo, comencé a curarle tal cómo mi madre me había enseñado.

—Gracias… —susurró con una sonrisa débil.

Cuando terminé de vendarla, se acercó y juntó sus labios con los míos. El mundo pareció detenerse y todo el caos de nuestro alrededor se disipó.

—Emma… —le dije nervioso, mirándola a los ojos—. ¿Me quieres?

Ella asintió.

Lucía aplaudió emocionada y, por primera vez en mucho tiempo, fuimos verdaderamente felices.

A medida que la guerra llegaba a su fin, nos fuimos enamorando cada día un poco más. La necesitaba para siempre a mi lado.

Lucía y yo nos reencontramos con nuestros padres y les presentamos a Emma. Más tarde, se firmó la paz entre nuestros países. No les importó que ella fuera extranjera. Un año después, encontró a su padre. A partir de entonces estuvimos juntos para siempre, como si ese beso en la oscuridad hubiese sellado nuestro destino.