XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Eco 

Miguel Rodríguez Rodríguez, 15 años

Stella Maris College (Madrid)

«¿Por qué debo levantarme si cada mañana me asalta la misma pregunta? ¿Por qué tengo que vivir con cientos de ellos, aguijoneado por tantas dudas sin solución?

Él no era como ellos, que no se hacía preguntas. Era más sencillo sonreír, porque así no había peligro de padecer incomodidad, ansiedad o dolor. Nada podía afectar a quien ocultaba sus inquietudes tras una falsa sonrisa. 

«Además, para qué hacerme preguntas si no hay respuestas. Nunca había habido respuestas».

Eso era lo que ellos creían.  Aunque, en realidad, no creían en nada sino en lo que sentían. Ellos sentían desde que se levantaban en el dormitorio común, mientras trabajaban y hasta que se dormían. Desde que nacían, en el laboratorio 331, hasta el momento en que decidían morir, no dejaban de sentir.

Su vida había consistido en iluminar la niebla que cubría el mundo. Había intentado encontrar un sentido a todo lo que le rodeaba, pero no había sido capaz. Él pensaba, más allá de su capacidad de sentir. Por eso se hacía preguntas, aunque nadie las respondiera. Aun así, sabía que era afortunado frente a lo que ellos no habían disfrutado. Él había tenido padres, había gozado de una infancia feliz y había sido educado en familia. Eso sí, había algo que un día tuvo y que la sociedad le hizo olvidar.

Harto de tanta incertidumbre, una brumosa mañana de abril dejó atrás su fría e impersonal ciudad sin nombre, llena de habitantes sin nombre, y emprendió un viaje en busca de sentido y de respuestas a aquella misteriosa cualidad que le diferenciaba del resto, así como de aquello que tuvo pero de lo que no se acordaba.

Tras jornadas de soledad absoluta y conversaciones consigo mismo, llegó a un valle vacío y triste. Gritó con voz potente:

—Hola… ¿Hay alguien?

—Alguien… alguien… —repitió el eco.

–¿Quién eres?

–Eres… eres… eres…

 —¿Vives aquí? —preguntó.

—Aquí… aquí… aquí… 

—¿Estás solo? 

—Solo… solo… solo… solo…—el eco sonó lastimero esta vez.

—¿Sabes quién soy yo?... ¿No?

—No… no… no… 

Se quedó desilusionado, pues el eco no le había dado respuestas, sino más preguntas, y no eran preguntas lo que buscaba. 

Decidió establecerse allí porque, al menos, podía hablar con alguien. En la ciudad nadie hablaba más de lo necesario. Así que todos los días saludaba al eco, y el eco le devolvía el saludo. Todas sus conversaciones eran igual de insulsas. 

«Pero, ¿qué es aquello que siempre me ha distinguido?». Estaba seguro de que era algo concreto, pero no sabía qué.

Hasta que una mañana ocurrió algo sorprendente: un eco que no conocía tomó la iniciativa.

 —Hola… ¿hay alguien?

—Alguien –dijo él, y su eco lo repitió decenas de veces.

–¿Vives aquí? —preguntó el nuevo eco.

 –Aquí —contestaron él y su eco.

–¿Solo estás tú? —volvió a interrogarle el eco desconocido.

—¡Estás tú! —gritó ilusionado junto a su eco, y aquel grito de alegría se multiplicó en el valle.

 Su interlocutor debió reconocerlo, porque lo llamó por su nombre:

—¡Adán!

Esta vez, el eco se repitió en su cabeza. De repente, se le cayó la venda de los ojos y por su mente pasó su vida: la infancia feliz con su familia, la misteriosa muerte de sus padres y su madurez en un mundo impersonal. Entonces descubrió qué era aquello que le distinguía de los habitantes de la ciudad: él tenía un nombre, que no había descubierto hasta ese momento. 

Bajó a la carrera hacia el valle, en donde se encontró con la fuente de aquel eco tan revelador: era una mujer, antigua amiga de la infancia. Se llamaba Eva.