XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Don Lorenzo ha muerto
Teófilo Medina, 18 años
Colegio Mulhacén (Granada)
«Aún no me lo puedo creer», «Pero si era tan buen hombre…», «Señor, ¿por qué tan pronto? Solo tenía cuarenta años»… fueron algunos de los comentarios que se escucharon aquella mañana del verano de 1959, en la finca andaluza de la familia Montenegro. En mitad del llano amarillo, yacía la vistosa figura de quien fue dueño de aquellas tierras. Los rayos del sol le engrandecían y los retoques florales embellecían su cadáver. Todos se habían congregado para presentar sus respetos al difunto barbudo: los amigos del pueblo, su hija, las criadas e incluso su gran enemigo, Gregorio, que vino desde Almería solo para verle.
–¡Papá!, ¡Papá!... –sollozaba desesperada su hija, Encarnación– ¡Maldito el día en el que te echaste a fumar! Que cuando dijo don Luis que se te ha parado el corazón de tanto cigarrillo, bien sabe Dios que te hubiera dado de bofetadas aunque seas mi padre.
–¡No se te ocurra hablarle así al bueno del señor! –saltó Dolores, la vieja criada–. En mala hora fueron sus padres a llamarlo Lorenzo. Estoy segura que igual que la lechuga sabe mejor por llamarse lechuga y no coliflor, don Lorenzo estaba destinado a un mal hado con ese nombre.
Todos se sorprendieron con doña Dolores, sus desvaríos y erradas razones, propias de un velatorio.
A medida que transcurría la mañana, muchos fueron los que aparecieron por la finca a darle el último adiós a su dueño. Algunos eran amigos de toda la vida y otros gente del pueblo que lo veían por la calle de vez en cuando. Hubo un gran trasiego: visitantes que entraban, saludaban, rezaban y se marchaban. El único que se mantenía estoico en el sitio era don Gregorio, que sujetaba el sombrero con las manos, tras el que escondía dos hojas de papel. Ocasionalmente miraba de soslayo a Encarnita.
–Doña Dolores –susurró la muchacha–, mire usted que el señor de allí al fondo, el que está parado, no me quita el ojo de encima.
–Buena cosa me dices, hija. Ese hombre, bien es sabido por todo el pueblo, luchó en la guerra en el bando contrario al de tu padre. Yo le he dejado entrar de buena fe, porque no negaría a nadie el gusto de despedirse del señor, pero si sigue así, lo mismo hay que llamarle la atención.
Se empezaron a oír murmullos y cuchicheos entre los presentes: «¿Has oído a la vieja?». «¿Será que el bueno de Lorenzo se ha cambiado de bando? Porque, si no, ¿qué hace ese aquí, sopesando su muerte?». «Yo a Lorenzo no le he visto en misa desde hace tres meses, por lo menos». «Tiene fama de poeta, ya ves. Un bohemio de la vida». «Dicen que Encarnita no tiene madre porque él la hizo suicidarse de tanto que la maltrataba».
–¡Ya está bien, malnacidos! –gritó la criada– Fuera de aquí, que no venís más que a curiosear, como buitres, y no por honrar su memoria.
A gritos y escobazos, la temperamental doña Dolores, junto a las demás criadas, echó a todos los presentes, menos a don Gregorio, a quien, por permanecer hundido en sus pensamientos, le permitieron quedarse. Llevaba allí desde el inicio del velatorio: ni siquiera había desayunado, y ya era de tarde. La mujer y el resto de criadas decidieron confiarle al muerto mientras ellas salían del salón para romper el ayuno, aunque estuvieran desganadas por la desgracia.
–Vendrán a enterrarlo al anochecer –le informaron a don Gregorio.
Encarnita también se marchó con Doña Dolores, no sin antes cruzarse una última mirada con don Gregorio, quien la apartó de inmediato. Estaba sentado a la cabecera de Lorenzo. Con el sombrero en su regazo, desdoblaba nerviosamente los papeles ya mentados. De pronto, empezó a hablar:
–Me alegro de verte bien, Lorenzo. Más sano no puede estar tu cadáver. Cualquiera que te vea pensará que estás descansando plácidamente. Mira… te he preparado un par de hojas que me ayuden a hablar contigo, pero, qué tontería, ¿verdad? Anda que reducir tu vida a unos folios… Además, nunca se me han dado bien las letras, que no tengo tantos estudios como tú, aunque me recuerdo en la escuela: tú y yo éramos los más inteligentes de la clase antes de que me fuera a Almería –tomó aire–. Quién iba a decirme que después de tantos años volveríamos a vernos… Te tienes que acordar, Lorenzo. Fue en Cataluña. Éramos dos críos, veinte añitos, como Encarnita ahora. Íbamos los dos armados, pero no sabíamos matar. Que cuando te vi la cara se me vino el mundo encima, quién lo iba a decir, dos hermanos enfrentados en una guerra que no entendíamos. Aquel día nos hicimos la promesa, ¿te acuerdas? Qué apuro entonces, yo, un crío, y ya tenía una criatura de un año en casa. Si perdíamos la guerra, mala vida nos esperaba, Lorenzo, que bien sabíamos que nos iban a llevar presos a mí y a Carmen, y que no teníamos con quién dejar a nuestra hija. Y nos prometimos aquello: si tú caías en el frente, yo me haría cargo de mandarles recuerdos a tus padres. Y si el caído era yo, tú irías a Almería, a la dirección que te dejé, para buscar a mi hija –se aclaró la garganta–. Gracias por cumplir la promesa, que hay que ver qué buen crecer ha tenido Encarnita –. Sacó un pañuelo y se secó los ojos acuosos–. En el cuarenta y siete nos dejaron libres a mi mujer y a mí, y lo primero que hice fue venir a esta finca a buscarte. Pero verte con Encarnita tan feliz, como hija y padre, e irme, fue todo uno. Perdóname, Lorenzo, por no darte señales de vida… Estas mismas cartas te las quise enviar, pero no encontré la valentía. No quería entrometerme entre vuestro amor filial. Sé que me hubieras acogido de buen gusto, como que te conozco perfectamente, que a ti nunca te importó la guerra. ¿Hombres malos? ¿Hombres buenos? Para ti eso eran solo palabras, que bien atento estaba yo a tus artículos del periódico. Un bohemio es lo que eres, Lorenzo. ¿A quién se le ocurre decir esas cosas? ¡Respóndeme, desgraciado! No te quedes ahí muerto, como si no me escuchases… Y perdóname, Lorenzo, por esta vida que te he dado.
Los llanos amarillentos de Andalucía fueron testigos de aquel llanto que terminó por romper el orgullo de un hombre. El sol se empezaba a esconder por los montes al tiempo que el alma de Lorenzo dejaba este mundo.
A lo lejos se veían venir a los que iban a enterrarlo. En esta tesitura, al saber que su tiempo en aquella casa se acababa, don Gregorio se llevó la mano a la frente e hizo un saludo militar de respeto:
–Descansa en paz, amigo.