XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Crecer
Mariona Martí, 15 años
Colegio La Vall (Barcelona)
Reconozco que sentí un golpe de celos cuando me avisaron de que mi hermana acababa de nacer. Pero aquel sentimiento se desvaneció en cuanto la conocí. Con los meses me di cuenta de que era risueña y curiosa. Además, fui testigo de sus primeras sonrisas, pasos y abrazos. A menudo le cambié los pañales y la cargué en mis brazos cuando le vencía el sueño. Ella recuerda que yo le ponía caras divertidas para distraerla durante el baño, y así evitar que rompiera a llorar. Por las noches le daba un beso antes de que se acostara.
Celebré sus primeras palabras, me tragué la risa ante sus diatribas infantiles y me mostré atenta a sus necesidades. Entregué mis horas a sus muñecas y a sus juegos de meriendas. Le ayudé a aprender a leer y le regalé sus primeros cuentos. Más adelante, contesté a sus incesantes preguntas acerca del funcionamiento del universo y, cuando estuvo lista, le solté la mano para que empezara a explorar el mundo.
Ambas vivíamos absortas en la rutina, sin darnos cuenta del paso del tiempo. Juntas nos sentábamos a hacer los deberes, y cuando no sabíamos resolver un problema de matemáticas nos inventábamos la respuesta, que celebrábamos con largas carcajadas. Los domingos por la tarde nos acurrucábamos en el sofá bajo una manta, conquistadas por un bol de galletas recién salidas del horno. Nuestra madre se sentaba a nuestro lado mientras veíamos una película o echábamos una partida de cartas. Los fines de semana merendábamos en familia, siempre en el mismo café, para hablar de cómo nos había ido la semana.
Sufrí cuando me di cuenta de que se había hecho mayor. Ya no era una niña. Empezó a salir por las noches, a encerrarse en su habitación para estudiar, a adueñarse de mi ropa y a obsesionarse con los chicos. Cuando intentaba hablar con ella, me ignoraba. Ya no tenía tiempo para nuestras tardes de películas y su plaza en el café se quedó vacía. Por si fuera poco, estaba en desacuerdo con la mayoría de las opiniones de mis padres, y no pasó mucho tiempo hasta que dejó de asistir a algunas clases.
Ellos no parecían enojarse ante aquellas actitudes, lo que me sorprendía, pues conmigo habían sido estrictos. Con su edad, no me dejaban salir por las noches y me exigían que sacara buenas notas. Se lo comenté, pero lo ignoraron. Terminé por aborrecerla porque ella podía hacer todo aquello para lo que yo no recibí permiso. Ella también me aborrecía, por delatarla. Sin embargo, en el fondo echábamos de menos el tiempo que fuimos tan amigas, ella y yo contra el mundo. Qué lejos se quedaron aquellos días… Al llegar a casa, cada una se encerraba en su cuarto. Se hizo extraordinario que estuviéramos juntas sin discutir.
Una tarde escuché desde mi habitación una risa familiar. Me acerqué al salón, en donde mis padres habían puesto un vídeo en el televisor que nos mostraba a las dos de pequeñas. En las imágenes transparentábamos alegría. Al darse cuenta de mi presencia, mi madre me invitó a tomar asiento entre ellos. Lo pensé un momento antes de aceptar. Poco después mi hermana salió de su guarida y también se hizo un hueco.
Se me despertó la nostalgia ante las imágenes de nuestra infancia, cuando pasábamos el día juntas en feliz hermandad. De pronto recapacité: el trato que le estaba dando no era justo, porque no reflejaba la manera en que nos querían nuestros padres, que no depende de nuestros aciertos o errores. Asimismo, ella también fue consciente de que mis quejas partían del deseo de protegerla.
Comprendí que era momento de hablarlo: le pedí que me acompañara a la cocina. Una vez nos quedamos a solas, me disculpé entre sollozos. Ella también lloró y nos abrazamos como cuando éramos pequeñas.
Regresamos al salón. Nuestros padres intentaron parecer indiferentes, aunque sabíamos que se habían dado cuenta de todo. Volvimos a sentarnos entre ellos y continuamos rememorando el pasado, viéndonos crecer, hasta que cayó la noche.