XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Ciro Jiménez 

Teófilo Medina, 18 años

Colegio Mulhacén (Granada)

–¿Dónde estáis, cobardes enemigos? ¡Venid y mostraos si sois hombres, silenciosos y escurridizos gusanos, que no hay hierro en el mundo que el filo de mi espada no corte y que la bala de mi fusil no penetre! –maldijo Ciro Jiménez tajando el viento.

Esta y otras razones semejantes se escucharon por aquellos riscos y peñas, perdidas de la mano de Dios, en las que aquel hombre joven luchaba contra la mismísima nada. 

Si bien pudiera uno reírse de tan extraña situación y personaje, no iría sino al infierno, pues el bueno de Ciro Jiménez sufría una ceguera que no le permitía distinguir más que la luz de la sombra. Aquella ceguera le impedía ver que lo que él pensaba era una espada, se trataba de una pequeña navaja, y el fusil era su bastón, y su fiera yegua guerrera nada menos que un asno tuerto. 

Ciro era un soldado extraviado de alguna de las guerras del mundo, que como hay tantas -es imposible llevar la cuenta-, fue cuestión de tiempo que se despistase. Tan despistado era Jiménez, que no se enteró de que su guerra había terminado meses atrás, así que continuaba vagando por páramos y sierras, alimentándose de la misma yerba y del pan duro que comía su cabalgadura. No era difícil darse cuenta de que Ciro tenía poco de soldado de infantería y mucho de mozo de mulas. 

Como no veía tres en un burro, se guiaba por la posición del sol. Su aislamiento confundía sus mermados sentidos, de modo que al desvelarse en mitad del sueño no sabía si existía o si formaba parte de una pesadilla. 

Aquella noche, ya fuera en su imaginación o en la realidad, intuyó en el cielo una estrella parpadeante que le trajo recuerdos de su hogar. Su titilar le recordó a la vela de su cuarto. Así que se sumió tanto en los recuerdos, que los revivió:

–Ciro –lo llamó su padre, al que faltaba la mayor parte de los dientes–, ¿cómo has pasado el día? 

–Bien, padre, bien.

El buen hombre sonrió antes de decirle:

–No te vas a creer con lo que el señorito Rodrigo nos ha obsequiado: ¡una tripa de salchichón!

–Mal augurio, padre –comentó Ciro guiándose con su palo–. Para mí que el señorito quiere tenerte en gracia para pedirnos algún favor o, peor, que quizás con ese consuelo quiere deshacerse de nosotros, que para qué querrá a un viejo y a un ciego.

–Anda –refunfuñó el hombre al tiempo que cortaba la tripa y la introducía entre dos rebanadas de pan–, no digas disparates y cómete este bocadillo. ¿Cómo nos va a despachar el señorito, hombre, después de toda una vida a su servicio? Con lo de tu madre, que en paz descanse, no tendría ánimos para perjudicarnos de esa manera.

–Esta tarde viene Lupinda –desvió Ciro el asunto de la conversación.

–Me ha confiado su padre que la va a casar con el hijo del marqués de Alopecia o algo así –le informó el viejo con la boca abierta, pues comía como come un hombre desdentado–. Vaya niña más bondadosa… Es gracias a ella que podemos vivir como vivimos.

Durante las horas que Ciro esperó a Lupinda, le asaltaron imaginaciones de distinta índole: pensó que el salchichón y el comentario sobre el hijo del marqués eran un soborno para que él se alejase de la hija de don Rodrigo. En esas estaba cuando llegó Lupinda:

–Ciro, tengo poemas y libros nuevos de la escuela. Te los leeré –le anunció la chiquilla felizmente, antes de notar su rostro descompuesto–. ¿A qué viene esa cara de espanto, tontorrón?

–No me pasa nada, pero quizás deberíamos dejar de vernos tan a menudo. Con la preparación de tu matrimonio estarás ocupada, y no quiero que cuidar a un enfermo como yo te haga perder tiempo.

–¿A qué esas tonterías? –le espetó furiosa–. No me digas que mi padre te ha dicho algo… Con este mismo bastón que llevas le quebraré la cabeza. Tú eres mi mejor amigo, Ciro, y no eres ningún enfermo. Es más, si mi padre se interpusiera entre nosotros, pongo a Dios por testigo de que antes huiría contigo a pie, a caballo o volando si hiciese falta.

Lupinda llevó las manos de Ciro a su cara, para que la pudiera sentir. Él acarició sus delicados rasgos como quien toca la seda más preciada, lo que le devolvió la paz, de tal manera que durante una hora no hizo otra cosa, en silencio, en un precioso acto de amor. 

De pronto escucharon unas despechadas voces que se acercaban a la vivienda del zagal: era su padre, que le rogaba a don Rodrigo que se detuviese. Lo acompañaban unos soldados que iban reclutando a los mozos de la aldea, casa por casa. Al irrumpir en donde se encontraban su hija junto a Ciro, le invadió una ira tal que ordenó a sus hombres que arrancara al ciego de Lupinda y se lo llevaran al campo de batalla.

–¡Lupinda, Lupinda! –gritó el muchacho–. ¡Soltadme, malnacidos!... No quiero vivir sin ti. ¿Dónde estás? Tengo miedo, mi amor.

Con estas voces se despertó Ciro, y quiso su locura que confundiese el sol con Lupinda. Guiado por esta errada convicción, subió al burro y lo hizo galopar hacia el amanecer. Por breves momentos, aquel animal se le asemejó a los más célebres corceles de la historia. Más que correr, volaba. Sin embargo, se precipitaban hacia un barranco al tiempo que Ciro llamaba a su amada a voces:

–¡Iré a por ti a pie, a caballo o volando!

Cuál sería su felicidad al sentir que el asno dejó de tocar el suelo. Estaba convencido de que habían arrancado a volar.