XXII Edición

Curso 2025 - 2026

Alejandro Quintana

Tiroteo 

Pedro Gabriel Alonso, 16 años

Colegio Stella Maris La Gavia (Madrid)

El cansancio estaba venciendo a Felipe, al tiempo que la voz de su profesor de matemáticas le iba sumiendo en un placentero estado de duermevela. Se frotó los ojos con el propósito de arrancarse aquel sopor, pero no lo logró. Sabía que iba a perder la batalla de mantener la consciencia; era cuestión de unos instantes que cayese dormido.

Sus sentidos se reactivaron al escuchar el bramido del primer disparo. Abrió los párpados todo lo que pudo para observar el clima de tensión. Reinaba un silencio sepulcral en el aula. Tres segundos después llegó el segundo disparo, que provocó el caos entre los alumnos. Felipe se quedó sentado, atrapado en su miedo interior hasta que uno de sus compañeros, al huir, chocó contra su pupitre. Entonces su mente despertó de nuevo para transmitirle a su cuerpo un mensaje: 

«Escóndete». 

El muchacho echó una ojeada rápida al aula, hasta que sus ojos se cruzaron con los de otro de sus compañeros, que al contrario de los demás, que gritaban de pavor, se había resguardado bajo una mesa. Felipe decidió imitarle.

El profesor hacía esfuerzos inútiles para de traer el orden de vuelta a la clase. Sus palabras no duraron lo suficiente para causar el efecto que buscaban, pues fueron silenciadas por otro disparo. 

Alguien abrió la puerta de la clase abruptamente, extinguiendo el griterío. Un sudor frío perlaba el rostro de Felipe, pues había comprendido que se trataba del tirador. La detonación de una nueva bala rasgó el silencio y un pitido doloroso llenó sus tímpanos. Aquella persona desconocida acababa de herir –quizás de muerte–, a un alumno o al profesor. Le inundó una mezcla de terror e impotencia, de modo que cerró los párpados con fuerza, en un intento de evadirse. 

«¿De dónde sacan el valor los héroes de las películas?», se preguntó. 

Por encima del agudo chiflido notó los pasos y la respiración profunda del asesino, así como el sollozo de uno de los alumnos en el fondo del aula. Entendió que, para salvarse de la muerte, tenía que hacer algo.

Se decidió a mirar por primera vez al tirador, pero su cabeza estaba tan cerca del suelo que solo alcanzó a ver unas botas de montaña, unos centímetros de calcetines grises y las perneras de unos vaqueros de color beige. A Felipe se le dibujó una idea arriesgada para un chaval de catorce años, cuando los pies del hombre se iban acercando a su pupitre. Había decidido ponerse en pie por sorpresa, soltarle un empujón y desarmarlo. 

Con un pequeño brinco se lanzó a las botas del hombre y las golpeó con todas sus fuerzas, pero aquellos pies no se desplazaron más que unos milímetros. Felipe se quedó paralizado y con las manos temblorosas. Al izar la mirada descubrió el rostro de un cincuentón de profundos ojos azules y una sonrisa macabra. 

El tirador posó suavemente el arma sobre la frente del chico.

–¿Sabes lo que es esto, pequeño?

El frío de la superficie metálica contra su piel lo estimuló para tartamudear unas sílabas ininteligibles. Lo último que escuchó, antes de que se le nublara la vista, fue la risa de mofa y un último disparo.

***

–Felipe López de Robledo, díganos cómo resolvería usted este ejercicio.

La voz grave del profesor le despertó abruptamente. Miró a su alrededor, por entender dónde se encontraba. Unos instantes después analizó el texto y los números que llenaban el encerado, y suspiró:

–Con un empujón, don Carlos Andrés; no me quedaba otra oportunidad.