II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Reo de muerte

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    La plaza parecía clamar a gritos su sentencia de muerte.

    -Alonso Gómez, natural de Sevilla, juzgado en Maracaibo por los siguientes delitos: robo en siete ocasiones contra los galeones de Su Majestad, asesinato premeditado…

     El reo sonreía. Dejó de escuchar. Conocía demasiado bien su historia; también el pueblo. Pasó la vista por la plaza, esperando encontrar unos cálidos ojos negros que brillaran de lágrimas.

     -Pensé que vendría a despedirse… Elena… Habrá tenido miedo. Y Carlitos… Tampoco está. En fin, ya se sabe, en estos momentos uno se apoya más en los enemigos que en los amigos. Al menos, los primeros están presentes en el momento de tu muerte.

     Miró de reojo al verdugo, que no volvió la vista.

     -… por todo ello se le condena a ser colgado de la horca hasta que muera.

    -En fin –suspiró Alonso–, preferiría haber muerto en combate, pero tal como están las cosas, tanto monta dejar los huesos aquí como en otro sitio. Lo siento, más que nada por Elena pero…, ¡bah! Ya encontrará otro hombre en quien apoyar sus rizos negros. De mí se olvidará pronto… En fin, vamos allá. Un golpe seco y adiós a la vida.

De pronto, el gentío de la plaza se estremeció. Miró a su alrededor. El capitán García, el mismo que lo había capturado, indicó, nervioso, al verdugo, que cumpliera su oficio.

     -¡No! ¡No! ¡Alto! ¡Verdugo, deténgase!

     Todas las miradas se volvieron hacia el palco del gobernador. Una pistola, empuñada por una mano femenina, se apoyada en su sien.

     -¡Elena! –murmuró Alonso.

     -¡Capitán! –gritó ella– ¿No ha oído al gobernador? Suelte al preso, o le juro que el representante del rey en Maracaibo se irá al otro mundo con una bala en la cabeza.

     El oficial dudó un momento, pero al ver la cara de espanto del gobernador y el fino dedo de la mujer en el gatillo, se dirigió al verdugo con la voz contenida de rabia.

     -¡Suéltale!

     Alonso vio como las cadenas caían de sus manos. Entonces todo ocurrió en un momento. Se oyó una detonación, el verdugo tomó al antiguo prisionero en brazos y, cogiendo un caballo, salió con él a escape. Elena desapareció del palco entre una nube de humo. El capitán García iba a dar la orden de perseguirlos cuando vio su pierna ensangrentada. Aturdido por el dolor, cayó al suelo sin sentido. Los soldados tardaron en reaccionar.

     Mientras tanto tres, figuras galopaban hacia la playa. Alonso se resistía en los brazos del verdugo.

     -¡Vamos, vamos! ¡Mi capitán!

     Alonso se quedó de piedra al oír aquella voz.

     -¿Carlos?

     -El mismo. Y allí tenemos un barco.

     -Démonos prisa o García y sus hombres no tardarán en cogernos. Y esta vez a los tres –dijo Elena desde su caballo.

    Picaron espuelas. En menos de diez minutos ya estaban embarcados y salían del puerto. El mar se extendía ante sus ojos.

     Alonso dirigió una cariñosa mirada a Elena y la estrechó en sus brazos.

     -¡Oh! De nada por salvarte la vida.

     La voz burlona de Carlos se oyó desde el timón. Alonso soltó a Elena, sonriendo.

     -La verdad, pensé que jamás ibais a aparecer.

     -Pues ya ves. Por cierto, Elena, la próxima vez apunta bien y mata a ese estúpido capitán.

     -Apunté perfectamente –respondió ella–, pero no soy tan cobarde como para matar a un hombre a esa distancia.

     -Tú y tu sentido del honor… -Carlos tomó el timón– ¿Hacia dónde vamos, capitán?

     -A Jamaica. Nos vendrá bien la hospitalidad inglesa y buscar una buena tripulación.

     -A Jamaica, entonces.

    Giró el timón. El sol se colocó de frente. Elena se apoyó en su amante, y la mano de Alonso se perdió por su pelo. Ambos miraban al mar. Una bandera negra, izada en el palo mayor, parecía retar al horizonte.