XXII Edición

Curso 2025 - 2026

Alejandro Quintana

La máquina de coser 

Lucía Olabarri, 15 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Todo comenzó cuando la máquina de coser llegó a la casa de Teresa. Su madre, que era propietaria de un pequeño negocio de neceseres, había deseado una máquina como esa desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, nunca se había atrevido a dar el paso. Le frenaba su alto precio. Hasta que un día, una de sus hijas le pidió, con estrellas en los ojos:

—Mamá, quiero una máquina de coser.

—Pero son muy caras.

—Podemos pagarla a medias. 

Y accedió. 

Tras una meticulosa búsqueda, encontraron la que necesitaban, repujada en color rosa, el favorito de la niña.

Al día siguiente de comprarla, invirtieron toda la mañana en descubrir cómo había que montarla y cómo se ponía en funcionamiento. Tras un par de horas, la máquina de coser quedó preparada para su estreno. Ambas permanecieron unos minutos en silencio con los brazos cruzados, observando aquel artilugio brillante como si el mínimo sonido, por muy leve que fuera, pudiera romperlo.

—Bueno —se atrevió a decir Teresa, ahora tendremos que usarla. 

Se pusieron manos a la obra. Sin embargo, pronto descubrieron que carecían de los conocimientos necesarios. De pronto Cris, la pequeñaja de la casa, se encaprichó, como con otras tantas cosas, en que le confeccionaran un vestido para su muñeca. 

Pero su madre desconocía qué había que hacer para que la máquina funcionara. No así Alba, la mujer que cuidaba de las niñas desde que nacieron, pues su madre le regaló una robusta y pesada máquina de coser cuando aún vivía en el pueblo. 

—Os puedo enseñar a usarla. 

Aceptaron la propuesta y las tres se reunieron alrededor de la mesa de cristal del salón. Madre e hija escuchaban a Alba atentamente, con miedo a perderse el mínimo detalle. La mujer fue explicándoles qué pasos debían realizar para sacar partido a la máquina. 

—¡Creo que ya lo tengo! —exclamó Teresa con entusiasmo—. Pásame un trozo de tela, mamá.

Le entregó un pedazo de color naranja, decorado con un estampado de flores blancas. La chica metió las manos con seguridad por debajo de la parte superior de la máquina.

—Ten cuidado –le advirtió su cuidadora, que era como una segunda madre para ella, pues llevaba a su lado desde que nació. Aquel era un amor recíproco, pues Alba la consideraba como a una hija.

—Que sí, Alba.

Presionó el pedal tímidamente, para no preocuparlas, y no pudo evitar sonreír cuando vio las primeras puntadas impresas sobre la tela. Al llegar al final, Cris apareció para recordarles, una vez más:

—¿Cuándo le vais a hacer el vestido a mi muñeca?

—Ahora mismo –contestó su madre, enseñándole la pieza que Teresa acababa de coser.

—¿Te gusta?

—¡Sí!

La mujer comenzó a trastear con la tela para darle forma con sus propias manos, y la colocó junto a la muñeca con el objeto de crearle el atuendo ideal. Alba, que observaba la escena, propuso una idea:

—Mira, si haces así… –le dio la vuelta con los dedos, otorgándole volantes a la prenda. 

La madre de Teresa esbozó una sonrisa. 

—¡Es verdad! Yo lo hacía de pequeña, pero parece que no me acuerde de nada.

Ambas fueron aportando ideas.

–Será la muñeca mejor vestida de la historia –proclamaron.

Ponían en cada hilván todo su amor, y mientras el vestido iba tomando forma sus manos rejuvenecían. Resulta que ambas se habían divertido de pequeñas elaborando ropitas como aquellas, y de no haber sido porque vivieron en lugares lejanos entre sí, podrían haber llegado a ser amigas. 

Teresa pensó que jamás había visto a su madre tan contenta. Las oía compartir sus vivencias mientras el tiempo parecía detenerse, pues comprobaba que los adultos se pueden divertir tanto como los niños, al hacer cosas fuera del “trabajo” y del “deber”. Sonrió, a la vez que las observaba con la precaución de no explotar con sus palabras aquella frágil burbuja: su madre y su cuidadora eran niñas de nuevo.