XXII Edición
Curso 2025 - 2026
La lesión de mi vida
María López Martínez, 17 años
Colegio IALE (Valencia)
Cuando tenía diez años me diagnosticaron escoliosis, una desviación de la columna vertebral. Esta malformación se mide en función de una serie de grados; yo tenía 16, y a partir del grado 20 se ha de utilizar corsé. En la consulta, después del severo diagnóstico del médico, le pregunté si yo tenía que hacer algo para curarme. Serio y sin gesticular apenas, me contestó que debía dejar de practicar la gimnasia rítmica durante tres meses, y empezar con la natación. No obstante, no hay una cura efectiva para esta anomalía: la natación o la fisioterapia fortalecen los músculos de la espalda para aliviar el dolor o reducir la desviación, pero no pueden corregirla.
Las palabras del médico marcaron un antes y un después en mi vida. Aquella tarde no hubo nadie que consiguiera que dejara de llorar. La rítmica es mi vida; crecí viviéndola muy de cerca cuando mi prima era gimnasta y se había convertido en una pasión para mí. De sopetón acudí a la piscina tres veces a la semana, en lugar de entrenar con mis compañeras. Ese cambio fue un suplicio, los tres meses más largos de mi vida.
Pasó el tiempo estipulado y me repitieron las radiografías de la espalda. Para mi corto e ingenuo entendimiento sobre aquellas imágenes, la espalda había mejorado. Yo anhelaba el alta médica. Sin embargo, la consulta no salió según mis planes: debía seguir otros cuatro meses sin entrenar para continuar nadando. Lo único bueno para mí es que se me reducirían las horas de piscina, pues sólo tenía que acudir días a la semana.
Mi madre, apenada por mi frustración, pidió cita en otro traumatólogo, para contar con otra valoración médica sobre mi caso. En aquella consulta se me fue formando una sonrisa cada vez más grande. Acabé haciendo un trato con el médico: podía volver a la gimnasia rítmica a cambio de no abandonar la natación. De ese modo me devolvió la ilusión de practicar el deporte que amo.
Cuando me subí al coche, tuve la sensación de que esa tarde todos los semáforos de Valencia estaban en rojo. Un trayecto que apenas dura veinte minutos, se me hizo una eternidad. En todo caso, mi entrenadora y mis compañeras me acogieron con un abrazo cargado de alegría. Desde entonces, las paredes del polideportivo de L’Eliana son mi segunda casa.