IV Edición
Curso 2007 - 2008
Guerre
Meritxell Iglesias
Colegio Canigó (Barcelona)
Me atrevo a decir que les amaba con locura. Eran los únicos que venían a verme. ¡Qué criaturas tan dulces y tiernas, qué magníficas y perfectas y a su vez qué pequeñas y frágiles!. Una sola sonrisa de cada uno de ellos me enderezaba y hacía más suave la carga de la horrible lesión con la que nací. Pero odio hablar de mí, y más teniéndoles a ellos tan lejos: Marie, Colette, Jacques y Louis, nombres que fueron amados y ahora sólo son el murmullo del viento en mis extremidades viejas y nudosas. Sus risas frescas y dulces como el arrollo en verano están tan lejanas que me parece que nunca existieron. Mis pequeños... ¿Se habrán vuelto como ellos? No, por Dios. ¡Eso jamás!… Si se hubieran quedado conmigo nunca lo hubiera permitido, pero lo entiendo; los adultos mandan y les arrancaron de mis brazos.
En 1780 yo era muy joven y me alojaron amablemente en el jardín del Rey de Francia. Pasado un año, aparecieron de repente cuatro rostros risueños que se asomaron por los matorrales. Una vocecita de niña me sobresaltó: “Regarde! Colette, Jacques, Louis! Allez, vite! Hay uno nuevo!”, dijo Marie señalándome. En cuanto los otros tres se dieron cuenta, corrieron a mi regazo y me abrazaron fuertemente. “¿Qué nombre le ponemos?”, preguntó Jacques. “¿Boniface?”, sugirió Colette. “Es un nombre cursi”, objeto Louis sacándole la lengua. De pronto se oyó una voz femenina que impuso orden entre la disputa: era la reina de Francia: “Petits! ¿Qué es esta mala educación? ¿Qué pensarían de vuestro tío si supieran que sus sobrinos se pelean? ¡Mon Dieu! Se creerían que el Rey de Francia es también un maleducado”. “¿Por qué el tío es Rey?”, preguntó Colette. “Ya te lo contaré otro día, cherie. Y, ahora decidle adiós a... ¿Cómo se llama …?”. “Boniface”,respondió resignadamente Louis.
Mis niños me venían a ver cada día y jugaban en mi regazo, y a veces trepaban por mi espalda, se escondían detrás de mí cuando jugaban al escondite e incluso contaban historias hermosas bajo mis pies. Ellos crecían pero no se olvidaban nunca de saludarme cada mañana y de recoger la fruta que yo guardaba para ellos.
Poco a poco empecé a notar que el ambiente estaba muy tenso en palacio y los cuatro chicos me comentaban, entristecidos, los problemas de su tío, el Rey, con el pueblo. Pero a mí eso no me preocupaba: lo importante era que ellos estuvieran bien.
Al cabo de unos días recibí la visita inesperada del Rey y la Reina. Hicieron caso omiso de mi presencia, aunque se encontraban en mi territorio. No entendí lo que decían, pero me asustó el semblante pálido y entristecido de la Reina, que contrastaba con la crispación de todos los músculos del rey. Sólo logré retener unas pocas palabras: “Sabotage”,”mort”, “gents”, pero la que más me impactó fue la que pronunció la reina al final de la conversación. Aunque ella hablaba en susurros, la horrible sonoridad de la palabra retumbó por todo el jardín: “guerre”.
Nunca olvidaré aquel año, 1789. Los niños no vinieron a verme y eso me turbó porque, aunque era principios de año y hacia frío, nunca habían dejado de visitarme. Los hubiera ido a buscar, pero mi invalidez no me lo permitía. De pronto aparecieron cinco figuras escurridizas que se acercaron a mí. Eran la Reina y mis niños: “¡Antes queremos despedirnos de Boniface, tía!”, exclamaron al unísono. ¡Despedirme! ¿Por qué? ¡No lo entendía! ¿Acaso ya no me querían? ¿Por qué tenían que mudarse? “Au revoir, Boniface!”. “¡Niños! No perdáis el tiempo con estas tonterías!”. “¡Pero debemos despedirnos de Boniface, es nuestro amigo!”. dijeron todos. “¡Tais tois! No digáis bobadas. Sólo es un árbol”. Y con esta cruda y horrible frase se marcharon para no regresar jamás. Quizás la Reina tenía razón: yo sólo era un árbol. Pero me habían arrebatado a mis niños. Ellos eran mi vida, mi ilusión... Lo eran todo. Y sin saber por qué, se marcharon. Justo en ese instante se oyó un silbido estremecedor. Eran disparos. Con horror vi cómo las criaturas más bellas y más admiradas por mí (los humanos), se mataban los unos a los otros. En el aire se entrelazaban aterradores gritos de pánico, de angustia y de locura. Pero de entre todos ellos sobresalía uno. Era aquella horrible palabra que jamás entenderé: “guerre”.
Yo, pobre de mí, tan solo soy un árbol, pero ya se quién se llevó a mis niños. Fue “guerre”.