IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Esperanzas

Núria Martínez Labuiga, 15 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

Andaba descalzo por aquel camino seco y pedregoso, con tantos días por detrás y a tan solo unos minutos por delante. Sus pies, pequeños y repletos de heridas, le rogaban que parase a descansar a la sombra de aquellos árboles, o que rehiciera su larga marcha para volver con su hermana pequeña y compartir con ella los últimos instantes de su corta vida en lugar de ir tan lejos a por algo que, seguramente, ni siquiera la salvaría. Además, era probable que ni siquiera llegara a tiempo.

Cuando se puso enferma, él no lo pudo evitar y se echó a llorar como si ya no estuviera viva. En su familia, de ocho miembros, a menudo escaseaba la comida y no había dinero para medicinas. Sus padres quisieron echarla de casa para que no contagiara a los demás con sus fiebres, pero él se opuso. Preparó un rincón para la pequeña y la acomodó entre unas mantas y las miradas compasivas del resto de los hermanos.

Días después alguien le habló de unos hombres de piel rosada que venían de tierras lejanas para curar a los enfermos. No pedían nada a cambio. Rápidamente emprendió el viaje para encontrarlos. Aunque a priori era una locura, tal vez existieran los milagros. Pero ahora el agotamiento le hacía pensar que todo aquello resultaba inútil.

Decidió no hacer caso a sus pensamientos fúnebres. Tomó aliento y caminó más aprisa, sufriendo a cada paso el sol abrasador sobre su piel chocolate. En su desesperado empeño por correr, tropezó con la raíz de un árbol, sumándose a sus piernas una herida más. Pero se levantó deprisa y continuó. Sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas. Lloró mientras proseguía aquel camino sin fin. En su mente solo estaba ella, tan pequeña, tan frágil. ¡Ay, cuánto la quería!

En medio de sus lamentos miró hacia delante. Allí estaba: un imponente edificio de cemento con una gran cruz sobre la pared.