XXII Edición
Curso 2025 - 2026
Entre espejos y ausencias
Enrique Hidalgo, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Dani abrió en su teléfono móvil la foto familiar y descubrió que no estaba en ella. Era un adolescente que luchaba con uñas y dientes por cosechar aprobados raspados, que de una manera u otra siempre lograba.
Era de noche y sus padres empezaban a impacientarse. Tras varias llamadas, Dani aún no había bajado a cenar y la mesa estaba servida, con la pasta humeante que tanto le gustaba. Cuando apareció, le miraron con una mezcla de enfado e inquietud.
–¿Por qué has tardado tanto? –le preguntó su madre, suspirando, mientras colocaba un plato frente a él–. Los espaguetis no se van a comer solos.
El muchacho tomó asiento sin soltar el celular. Cada vez que miraba la foto sentía un extraño desarraigo, como si algo fundamental hubiera desaparecido. Intentó concentrarse en la cena, pero no hubo bocado en el que encontrara sabor. Su padre, ajeno a los problemas de Dani, le hablaba de la escuela, de las notas y de cómo no podía despistarse con el desarrollo del curso. El chico asentía inconscientemente con una forzada sonrisa, pero su mente no se apartaba de la fotografía familiar en la que no estaba presente.
Cuando terminó de cenar subió a su habitación. Sobre la mesa había una carpeta con sus exámenes. Al abrirla le recorrió un escalofrío: todo parecía en orden, pero en la esquina de cada hoja, en el lugar para la foto del alumno, aparecía otro muchacho, desconocido, que parecía ocupar su vida mientras él empezaba a sentirse invisible.
Confuso, se frotó los ojos, pero al abrirlos la imagen de aquel extraño seguía fija en cada hoja. Era un rostro parecido al suyo, que sonreía con una seguridad que en él no era habitual.
Unas risas provenientes del salón le hicieron levantarse. Reconoció la voz de sus padres, la de su hermana y otra más. El corazón empezó a golpearle con fuerza. Bajó las escaleras intentando no hacer ruido, y se asomó a la puerta del salón.
Sentado en la butaca donde Dani solía acomodarse, había un chico de su edad, con sus mismos rasgos, su misma voz y su misma ropa, que conversaba animadamente con todos y que se desenvolvía con una amabilidad que él hacía mucho tiempo no mostraba.
–¿Qué está pasando? ¬–se dijo desconcertado.
Aquel sosía levantó la cabeza y cruzó con él la mirada. Después le sonrió con extrema tranquilidad, como si lo estuviera esperando.
–Puedes descansar, Dani –murmuró.
Dio un paso atrás, aturdido, e intentó reaccionar, pero el suelo se desvanecía a sus pies. Todo se volvió borroso: las luces, las paredes y su familia. En cuanto lo envolvió la oscuridad, escuchó su propia voz:
–No te agobies, Dani; yo me encargaré de sacar sobresalientes por ti.
Abrió los ojos de golpe en mitad del silencio. Estaba en su habitación. La carpeta ya no estaba sobre la mesa ni tampoco su pesada mochila, ni su teléfono móvil. Cuando se acercó al espejo, percibió que su reflejo se movía con un ligero retraso, como él si no fuera del todo él.
Retrocedió sin apartar la vista del espejo. Su yo reflejado lo observaba con expresión tranquila.
-¿Quién eres? -le preguntó con voz temblorosa.
-Tú, pero mejorado.
El cristal se rajó de arriba a abajo, y una luz lo cegó. Cuando consiguió volver a ver, estaba sentado en el sofá del salón. Todo estaba como siempre. Su madre le llamó para que fuera a cenar. Una vez en la mesa, su padre le habló de las notas. Era como si nada hubiera ocurrido.
Confundido, encendió el móvil. En la fotografía aparecía él, pero la sonrisa que acompañaba su rostro no le pertenecía, como si alguien desconocido hubiera ocupado su lugar.