XXII Edición
Curso 2025 - 2026
En la mano de
la historia
Juan Pedro Amaral, 15 años
Liceo del Valle (Guadalajara, México)
Max se despidió de su esposa y tomó el tranvía. Llevaba un estuche de chocolates debajo del brazo, envuelto en un sugerente papel azul cobalto. Era miércoles por la tarde, el momento de la semana que reservaba para visitar a sus nietos, que vivían en el otro extremo de la ciudad. Sabía que a aquella hora ya habían regresado del colegio y que se encontraban con su nuera, quien agradecía el cumplimiento puntual de su suegro, pues así ella podía acudir al conservatorio, en donde impartía clases de solfeo.
Ana le abrió la puerta con el abrigo puesto.
–¡Shalom, Max! –le dio la bienvenida al tiempo que tomaba las llaves–. He dejado la cena en el frigorífico. Si a las ocho Saúl no ha regresado de la oficina, te ruego que seas tú quien se la calientes. Ya sabes que a David no le conviene beber leche, y que si no tienes cuidado con Ruth se comerá todas las galletas.
Max le guiñó un ojo.
–Los conozco bien, Ana. Vete y no te preocupes.
Una vez se despidieron, el anciano se acercó a la habitación de los niños. Ruth se encontraba sentada a la mesa, realizando sus tareas. David estaba tumbado en el suelo, rodeado de soldaditos de plástico.
–¿Quién ha venido? –quiso sorprenderles desde el marco de la puerta,
agitando la caja de bombones.
–¡Abuelo! –exclamó la niña poniéndose en pie–. Hoy he recitado un poema en clase.
El chico permanecía embebido en su juego.
–Taca, taca, ta… –imitaba el tableteo de una metralleta para, de inmediato, derribar de un manotazo a unos cuantos muñecos–. ¡Estáis todos muertos!
Max lo observó sobrecogido. Entendía que a los niños les gustara la aventura, incluso las armas, pero le dolía que David se entretuviera con la representación de la guerra, pues él había conocido a la edad de su nieto con toda su crueldad.
–¿Puedo tomar un bombón? –. Ruth le devolvió a la realidad.
El abuelo se acercó lentamente al suelo para tomar asiento junto al pequeño David, con esfuerzo pero sin quejarse. Una vez acomodado, tomó uno de los soldaditos que permanecían derribados y lo sostuvo en la palma de su mano durante un largo instante, antes de decir en un susurro, como si hablara consigo mismo:
–¿Sabes, David? Cuando yo era niño, como tú, estos muñecos no eran de juguete sino personas de carne y hueso. Los vi correr. Los oí gritar. Supe que tenían mucho miedo.
–¿Por qué tenían miedo? –preguntó el pequeño con los ojos bien abiertos.
–Porque cuando los adultos olvidamos lo importante que es la paz –le revolvió el flequillo–, la guerra vuelve. Por eso, aunque me gusta verte jugar, me entristece que la guerra siga viva incluso aquí, sobre esta alfombra.
Su nieto dejó caer otra figura de plástico, comovido por el gesto serio de Max.
–¿Estuviste en la guerra, abuelo? —inquirió mientras encogía los hombros como si en la calle hubiera comenzado una batalla.
El anciano asintió con los labios apretados.
–Por eso me alegra que tú solo la conozcas en forma de juego.
David se fijó en los muñecos desparramados por el suelo.
–Prométeme –prosiguió su abuelo– que cuando crezcas tratarás de construir un mundo mejor, en el que tus manos sirvan para ayudar, no para destruir.
El nieto hizo un gesto afirmativo y, sin abrir la boca, le ofreció uno de sus soldados.
–Este quiere dejar de pelear.
Por primera vez en mucho tiempo, el viejo comprendió que la esperanza cabe en el corazón de los hombres.
–¿Puedo comerme otro? –Ruth, con los labios revestidos de chocolate, logró que rompiera a reír.