IV Edición
Curso 2007 - 2008
En el rincón de la esperanza
Guillermo Alonso, 16 años
Colegio Vizcaya (Vizcaya)
Estaba sentado en un rincón frío de su cuarto y esperaba aterrado a que todo acabara. Miró a su alrededor. Le envolvía un oscuro silencio y los muebles, su única compañía, no podían hacer nada por sacarlo de allí. En aquellos momentos perdía los nervios y el miedo se apoderaba de su razón. Pero lo único que podía hacer era esperar a que su padre harto de güisqui cayera dormido. Estaba en paro y ahogaba las penas en alcohol, así que hacía de la vida de su madre y la suya propia un auténtico infierno. Además, el hermano mayor ya no vivía con ellos y no estaba allí para echarles una mano, como antes.
A menudo se perdía en sus recuerdos. Se sentaba en la cama y miraba la pared rememorando tiempos pasados. Le gustaba volver al jardín de su casa de Pozuelo, a las afueras de Madrid, cuando su padre tenía un empleo digno y bien pagado. Entonces eran felices, sus padres se querían y Marcos seguía con ellos. Su madre se dedicaba a la casa, aunque sentía una gran pasión por la escritura y no perdía oportunidad a la hora de colaborar en cualquier revista.
Todo fue perfecto hasta que despidieron a su padre por una crisis que atravesó la empresa. Fue entonces cuando empezó con las copas, y ya se sabe: “una son todas y todas son pocas”. Luego la mudanza, el cambio de colegio y, por último, las largas tardes en el rincón del cuarto. Su madre tuvo que dejar de escribir para apoyarle y a pesar de todo le dedicaba esforzadas sonrisas que le animaran el día y le hicieran seguir adelante.
Escuchó más gritos. Había vuelto a perderse en sus recuerdos. De seguido, un fuerte estruendo de platos y cubiertos. Después, silencio, un silencio tan denso que le aplastaba y le arrastraba el alma por el suelo. Volvió a mirar a su alrededor e incluso creyó ver que los muebles tiritaban. Metió la cabeza entre las piernas y rezó para que todo fuera un mal sueño, para que despertase de golpe y que todo fuese como antes. Pero las cosas no podían cambiar de golpe. Observó las palmas de sus manos, con sus cicatrices, las piernas repletas de moratones y pasó el envés por su rostro, empapado de lágrimas. Ojalá pudiera hacer algo…
Entonces sintió unos pasos. Bajó de repente a la tierra y sus deseos fueron fulminados por la fuerza de la realidad. Aquellas pisadas se detuvieron justo en frente de su habitación. La luz del pasillo dejaba ver una fina sombra bajo la puerta. De nuevo silencio. Comenzó a temblar y el corazón se le aceleró de tal manera que pensó que se le saldría del pecho. La figura que se encontraba afuera golpeó la puerta con fuerza. Una, dos y hasta tres veces. Entonces el chico se escondió entre jadeos bajo la cama. La puerta se abrió y alguien pasó adentro. “Por favor, por favor”, susurró por lo bajo. La persona pareció oírle y se giró. Caminó despacio hacia la cama y se detuvo junto a ella con los pies justo al lado de la cara del joven, que comenzó a sentir cómo le fallaba la respiración. Entonces no pudo aguantar y salió corriendo de su escondite.
-¡Basta, basta, no puedo más! ¡Acaba de una vez! -gritó entre lágrimas mientras golpeaba repetidamente el pecho de su oponente.
-Eh, tranquilo, Alberto. Ya ha pasado. Soy yo, Marcos -y entonces el chico abrazó a su hermano mayor con todas sus fuerzas-. Mamá llamó a la policía a tiempo y se llevaron por fin a papá.
-¿Dónde está mamá? ¿Está bien? ¿Qué le ha hecho?
-Se recuperará. Pronto volverá con nosotros.
-Pensé que este infierno nunca acabaría. No puedo más…-y de nuevo se echó a llorar.
-Tuve la suerte de estar cerca. Me llamaron los vecinos mientras salía del cine con Carmen y vinimos a toda prisa. Ella me espera en el coche, pero le diré que ya la llamaré mañana. Hoy dormiré aquí, contigo.
Entonces Alberto abrazó a su hermano y, poco a poco, recobró la calma y se fue quedando dormido. No había sido un sueño, esa era su vida con sus cosas buenas y malas pero, en el fondo de su ser, en algún rincón de su alma, había descubierto que siempre habría un hueco para la esperanza.