IV Edición
Curso 2007 - 2008
En busca de la felicidad
María Estráviz, 16 años
Colegio Montespiño (La Coruña)
La densa capa de humo y el fuerte olor a alcohol y marihuana hacían preguntarse si habría alguien capaz de respirar en el interior de aquel mugriento bar. Cruzabas el umbral y veías a un grupo de catorceañeros jugando a los dados en un rincón. Los mirabas con curiosidad, como si fuesen una pieza que se ha colado en la caja de puzzle equivocada. Pero estos pensamientos desaparecían cuanto te acercabas y les veías pasarse de mano en mano un porro. Entonces te dabas cuenta de que, por desgracia, encajaban perfectamente allí. Se sentían unidos, mayores y rebeldes, dueños de sus vidas. Estaban convencidos de que, cuando quisieran, podrían dejar de fumar marihuana.
***
Ya no les bastaban los porros. Aquello era un simple juego de niños. Durante la semana se sentían bien, pero sus problemas habían aumentado, al igual que su edad. Durante el fin de semana necesitaba algo más fuerte.
En cuanto se la metió en la boca sintió algo raro en la lengua y en las mandíbulas. Extrajo varios chicles del bolsillo trasero del pantalón y los mascó con fuerza. Continuó bailando y charlando a medida que aumentaba su euforia. Al cabo de media hora su cansancio y sus problemas se evaporaron. Se sintió más abierta, más simpática, más lanzada. Su vergüenza y su timidez habían desaparecido. Las discusiones con sus padres, los suspensos... todo desaparecía de repente. Le encantaba sentirse así. Además, sus padres no parecían sospechar nada. Había adelgazado, estaba más pálida y unas profundas ojeras enmarcaban sus bonitos ojos, pero el maquillaje hace milagros y su padre estaba de viaje, como siempre, y su madre llegaba a casa demasiado cansada para fijarse en ella. Además, estaba segura de que su vida nocturna no les importaba: sólo querían que aprobase y se quitase los piercings. Se bebió tres copas de golpe; así se le subirían antes. Notaba la cabeza un poco pesada, su cuerpo volátil, la vista un poquito borrosa…, y unas ganas enormes de comerse el mundo.
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Se sentía como si le hubiesen dado una paliza. Intentó recordar cómo había vuelto a casa. Alguien la habría acercado en coche. No recordaba nada. ¡Menos mal que su madre tenía turno de noche y aún no había regresado! Haciendo un gran esfuerzo miró el reloj de la pared. Le quedaba un poco más de media hora antes de que ella regresase.
El pijama se le empapó de sudor y sentía calambres en las piernas y punzadas en las mandíbulas. Luchó por incorporarse. Poco a poco lo fue logrando. Trató de caminar hacía el cuarto de baño, pero todo le daba vueltas. Intentó agarrarse a algo, notando que se tambaleaba. Consiguió alcanzar el lavabo. No pudo contener las náuseas y vomitó. Jadeando, al intentar ponerse derecha se cayó al suelo. Lloró de rabia e impotencia mientras conseguía volver a agarrarse al lavabo. Tras limpiarlo un poco, metió la cabeza debajo del grifo y estuvo así un buen rato, hasta que sus ideas se aclararon y decidió darse una ducha.
Fue una buena idea porque se despejó. Recogió aquel desorden, echó el pijama a lavar y trató de ocultar su cara con el maquillaje. Media hora después escuchó el cerrojo de la puerta y la voz de su madre, que le dio un beso. En cuanto ella se fue a la cocina, respiró aliviada. Una vez más, lo había conseguido.
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Aquella tienda le daba mala espina, pero no tenía otro remedio. Necesitaba dinero urgentemente. Con lo que había robado en casa apenas le llegaba y cada vez necesitaba más. Ya no eran suficientes las pastillas: había empezado a esnifar cocaína, también entre la semana. Sabía que no estaba bien.
Salió corriendo de la tienda y no paró hasta llegar a aquel madito y mísero barrio. Lo conocía como la palma de su mano. Allí era donde la compraba. Recordó la primera vez que se la habían ofrecido. Un par de camellos le regalaron unas pastillas a la salida del instituto. Le parecieron simpáticos.
***
Era una fría noche de invierno y ambos se sentían a gusto en el salón. Él, recostado en un sillón, seguía un partido de fútbol y ella leía unos informes. El reloj del pasillo dio once campanadas. No escucharon unos pasos que subían las escaleras.
Cuando sonó el timbre parecieron no inmutarse, ninguno quería abandonar su cómoda posición. Tuvieron que llamar otra vez para que por fin, Alberto, se levantase malhumorado. Recorrió el pasillo refunfuñando sobre quién le molestaría a esas horas. Sus pensamientos continuaban cuando, tras mirar por la mirilla de la puerta, vislumbró la gorra de un policía. Intrigado, abrió la puerta. El agente traía a una joven rendida y humillada, su propia hija.
***
Por la pantalla desfilan imágenes y textos, de vez en cuando interrumpidas por una explicación. Mientras desliza el dedo por la pantalla táctil del ordenador, haciendo que las diapositivas se sucedan, observa con gravedad los rostros de los adolescentes que la escuchan. Se ve a sí misma en algunos de ellos, llenos de escepticismo, y siente una mezcla de rabia y compasión. No quiere que pasen por el mismo infierno para aprender que la droga destroza la familia, las amistades, el futuro…