IV Edición
Curso 2007 - 2008
El viaje más largo
María Eimil Méndez, 15 años
Colegio Montespiño (La Coruña)
De pronto vi la luz y sentí una enorme alegría en mi interior. Era tal y como me la había imaginado. Pero muy pronto esa alegría se convirtió en llanto cuando sentí dolor por primera vez y descubrí a un ser que me miraba con una enorme sonrisa mientras mi llanto se hacía cada vez más amargo. Su aspecto era gracioso, tenía unos ojos grandes, una nariz diminuta y vestía de blanco. Pronto advertí que la gente le llamaba “médico”.
Al cabo de un instante dejé de llorar y el señor de aspecto gracioso me acercó a otro ser, esta vez me pareció muy distinto y me di cuenta de que era una persona muy bella, de cabellera oscura, ojos brillantes y una sonrisa enternecedora. Este fue el momento más bello que recuerdo, pues en ese instante conocí a mi ángel que cuidaría de mí en todo momento, mi mamá. Me estrechaba entre sus brazos con fuerza y acariciaba mi rostro con una suavidad asombrosa. Junto a ella se alzaba una figura muy diferente, de pelo grisáceo, piel oscura y rasgos amables que me inspiraron una confianza que jamás olvidaré.
Los miraba aceptando cada gesto de cariño y observaba todo a mí alrededor. De pronto otra persona a la que ya había visto antes junto al médico se acercó y me separó de mamá. Me destapó y me lavó con cuidado hasta que me sentí mucho mejor.
Poco después me encontraba en una habitación de paredes blancas con otros muchos seres de mi tamaño. Todos dormían. Poco a poco empecé a notar que me pesaban los párpados, hasta que caí en un profundo sueño.
Unos días después me desperté en un lugar completamente distinto al anterior. Me encontraba en una habitación llena de juguetes y peluches. Parece ser que me esperaban y eso me gustó. En ese momento me sentí el niño más feliz del mundo. En aquel cuarto había también una lámpara de pie que alumbraba una esquina donde se encontraba una mecedora. Sobre ella, balanceándose, estaba mi mamá, que me observaba con una sonrisa. Sin embargo, no tardé en advertir que algo le preocupaba profundamente y se encontraba muy herida por dentro. Su rostro mostraba un color blanquecino. Estaba tan pálida que me asusté y empecé a llorar. Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas rápidamente. Al poco rato dejé de llorar. Estaba abrazado a mi madre, que me acurrucaba entre sus brazos como quien posee un tesoro.
Durante semanas me sentí muy feliz. Mis padres me querían, me habían estado esperando y no se quejaban cuando por las noches lloraba con intención de llamar su atención y no quedarme sólo. Incluso a veces se quedaban a dormir en la mecedora para acompañarme.
Todo sucedió muy rápido y no me dio tiempo a asimilar tanta información. Me bautizaron poco después de nacer con el nombre de Manuel y ese día fue único, de los mejores que recuerdo del poco tiempo que pasé en la tierra. Después, todo fue distinto: no sentía soledad por las noches porque me di cuenta de que había alguien que cuidaba de mí desde algún sitio que mi vista no alcanzaba.
Mi madre se arrodillaba cada noche y besaba una estampa de la Virgen que había en su mesilla de noche. Mi padre, por su parte, me abrazaba continuamente y repetía una frase que me llegaba muy adentro: “No tengas miedo”.
Estos son los recuerdos que tengo de aquellos maravillosos días. Ahora me siento más dichoso que nunca. Estoy en un lugar indescriptible e inimaginable, desde el que puedo ver a mis padres. Le he preguntado a La Felicidad el significado de mi nombre y ahora lo entiendo todo: Manuel significa Dios está con nosotros.