XV Edición
Curso 2018 - 2019
El salto
Diana Latorre, 14 años
Colegio Sierra Blanca (Málaga)
Ariadna y Xavier eran hermanos y vivían como uña y carne. Allá donde iban, todo lo hacían juntos. A veces surgían algunas peleas entre ellos, pero en cuanto se perdonaban —que no solía ser mucho tiempo después— acababan más unidos. De hecho, no había nada que los pudiera separar, excepto la muerte. Así fue: un coche atropelló a Xavier cuando salía de noche con sus amigos. La culpabilidad que sintió Adriana por no haberle acompañado hizo que su vida nunca volviera a ser la misma. La marcha de Xavier le había arrancado un pedazo del corazón.
Ariadna ocultó su profunda tristeza a todas las personas que amaba. Cuando le llegó la hora de empezar los estudios universitarios en otra ciudad, su madre no quiso que viviera sola, pero Ariadna le insistió en que aquel pedazo de corazón que le habían arrancado seguía en su sitio, pese a que no era cierto. Al fin se marchó, al cabo de unos días.
En la universidad, Ariadna intentó empezar de nuevo. Si en su ciudad natal todo el mundo la vinculaba con el final fatal de su hermano, y ella detectaba esa sensación en la mirada de todos, en la nueva decidió vivir una vida que no tuviera nada que ver con Xavier.
Durante las primeras semanas todo fue maravilloso e hizo nuevos amigos con los que lograba evitar quedarse sola en su apartamento, pero su hermano seguía presente, pues cada vez que Ariadna se miraba en el espejo, veía su cara; sabía que guardaban un cierto parecido. Y siempre que se le escapaba una palabra con el acento de su ciudad natal, oía a su propio hermano.
Una tarde, escapando de la soledad, decidió darse un paseo, sola ella y la música que llevaba en el móvil, para que el silencio nunca la pillara desprevenida. Le gustaba el puente que unía las dos orillas del río que atravesaba la bulliciosa ciudad, así que decidió atravesarlo y disfrutar de las vistas. Cuando se apoyó en la baranda, sobre las aguas, vibró su teléfono. Era un mensaje de su madre:
«Hola Ariadna. Te escribo para decirte que he encontrado esto pasando el polvo en tu antigua habitación. Sé que ya lo has superado, pero me gustaría que lo tuvieras».
Su móvil vibró por segunda vez, y esta vez una foto apareció en la pantalla. Eran ella y Xavier, sonriendo a la cámara ante el museo de arte de su ciudad.
Las lágrimas le cayeron como torrentes. No era capaz de detenerlas. Quería deshacerse de aquel profundo dolor, saber cómo recuperar el pedazo de corazón que se llevó su hermano. Mirando la corriente, obtuvo la respuesta. El puente estaba suspendido a una gran altura del agua. La caída sería mortal. Solo tenía que dar un salto para reunirse con Xavier. Ansiaba ese momento desde hacía mucho tiempo, desde el mismo instante en el que murió.
Solo un salto... Podía ver su rostro sonriente, tan parecido al suyo, excepto por el simpático hoyuelo en la mejilla izquierda. Lo veía sonriéndole, instándole a que saltara.
—¡Salta! —le decía—. Salta y podremos estar juntos.
Ariadna apoyó el brazo en la barandilla para tomar impulso, pero algo la detuvo. ¿Era su hermano el que la instaba a saltar? No. Su hermano nunca le animaría a nada semejante. Aquella visión era fruto de su propio egoísmo, porque no podía soportar el dolor. Se frotó los ojos y miró de nuevo al agua. Entonces volvió a ver a su hermano, que no la instaba a saltar. Todo lo contrario: la instaba a vivir.
Ariadna volvió a su apartamento. Todo había cambiado en un momento. Se había desligado de una atadura lacerante al tiempo que abrazaba una nueva vida, en la que Xavier estaría siempre a su lado.