VIII Edición
Curso 2011 - 2012
El primer gesto
Marta Álvarez Domínguez, 15 años
Colegio Ribamar (Sevilla)
Las miradas que le lanzaban al pasar, no parecían preocupar en absoluto al hombre envuelto con cartones. Vivía en el portal de un local abandonado. La calle y el frío invernal le habían enseñado que el papel calentaba casi tanto como una manta. Por eso su cuerpo estaba recubierto de periódicos y revistas que había encontrado en las papeleras. Una barba sin afeitar le cubría el rostro, lo que le daba aspecto de ladrón, de forajido. Sus ojos enrojecidos a causa de la ingesta de drogas y alcohol tampoco le favorecían.
Era la nueva imagen de EmilioOrtas, antiguo empleado de banca, el hombre del lujoso despacho, las divertidas comidas con sus clientes, las copas con los compañeros después de la jornada, las fiestas de sociedad a las que acudía con su mujer y su hija…
Cerró los ojos con furia y llevó una de sus mugrientas manos hasta una botella que descansaba junto a él. Se la acercó temblororo a lu boca y empezó a beber, primero con desesperación, después con placidez. Cayó en un profundo sopor y se recostó en los cartones, girándose hacia la pared. Era su forma de darle la espalda al mundo.
Ya no llevaba la cuenta de los días. Tampoco consultaba la hora. Hacía semanas, puede que meses, que se alimentaba de alcohol. Necesitaba olvidar sus equivocaciones tanto como tomar un buen plato caliente, pero su pasado revuelto le acompañaba allá donde fuera. Cuando los efectos del alcohol disminuían, en sus pocos momentos de lucidez, se preguntaba qué estaba haciendo, a quién esperaba. Y cuando no le quedaba ni alcohol ni dinero, se torturaba a sí mismo: nunca podría regresar al pasado para enmendar sus equivocaciones; estaría allí, en la calle, hasta siempre.
-Míralo, ahí tumbado todo el día, pidiendo limosna en vez de trabajar –comentó un paseante con otro al pasar junto a la portería.
Por qué razón la gente estaba ciega... ¿No se daban cuenta de que Emilio no ponía un platillo para las monedas? No quería limosna; sólo un suelo donde echarse y dormir.
-Tome, señor.
Emilio tardó en darse cuenta de que se dirigían a él. Hacía mucho tiempo que no le llamaban “señor” y mucho más que nadie se molestaba en hablarle.
Se trataba de una niña regordeta, con el pelo rubio, recogido en un lazo. Agarraba con los dedos el cordel de un globo inflado con helio. En la otra mano tenía algunas monedas, pero Emilio no alzó la suya para cogerlas. Algo incómoda, la niña dejó el dinero en el suelo, cerca de él y volvió corriendo junto a su madre, que le reprendió, sin molestarse en alejarse unos metros para que Emilio no pudiera escucharla:
-¡Lourdes!... A los vagabundos nunca se les debe dar dinero porque se lo gastan en cosas malas. Además, ¿cuántas veces tengo que decirte que no te acerques a desconocidos?
-Pero, Mamá, si no es un desconocido. Es el papá de Merceditas –reveló con sencillez.
La señora, íntima amiga de la esposa de Emilio, volvió la cara con una mueca de espanto. Él le sostuvo la mirada, hasta que la señora, agarrando bien su bolso y cogiendo a la niña de la mano, se alejó rápidamente de allí, como si el mendigo fuera a abalanzarse sobre ellas.
No tuvo en cuenta que, tal vez, Emilio querría saber qué había sido de su esposa y de su hija, adónde se habían mudado después de que ella lo echara de su propia casa... A lo mejor cabía la oportunidad de pedirles perdón.
Pero la señora se perdió entre la multitud y la calle volvió a quedarse como antes, llena de miradas de desprecio, tristeza, indiferencia... Emilio regresó a sus sucios cartones y la botella. Bueno, igual que antes no; las palabras de la niña, el primer gesto de humanidad en todo el tiempo que llevaba perdido por la ciudad, quedaron grabadas en su cabeza. Ni siquiera la bebida pudo borrarlas.