XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

El famoso cocinero 

José María Llamas, 14 años

Colegio El Prado (Madrid)

Tobías tenía un tío y un abuelo, pero no sabía dónde estaban. Tampoco ellos mostraron interés en buscar al chico, que desde la muerte de sus padres vivía en un centro de acogida. Pese a todo, no era un chico triste sino soñador: estaba seguro de que con el tiempo se convertiría en un cocinero de fama. Así se lo hacía saber a Juan, que en aquel edificio era su mejor amigo, y a Carmen, la cocinera del centro, a la que quería como a una madre.

Algunas tardes de sábado salía de paseo. Entonces recordaba a sus padres, cuando le llevaban por aquellas mismas calles y se tomaban un helado. 

Un sábado se sentó en un banco del centro y se puso a mirar a la gente que iba y venía. Pronto fijó su atención en las familias felices y los ojos no tardaron en llenársele de lágrimas.

Alguien le tocó el hombro.

–¿Qué te pasa, chaval?

Era un tipo de unos treinta años, vestido elegantemente y con franqueza en la mirada.

–Nada –le respondió enfurruñado.

–Ningún chico de tu edad llora por nada –insistió–. Al menos, déjame que me presente –le tendió la mano–. Me llamo Fernando Coyote.

Tobías alzó la cabeza, sorprendido por aquel nombre, pues correspondía al de un famoso cocinero que tenía un programa de televisión. 

–Fernando… ¿El chef?

Este le sonrió y le guiñó un ojo. Entonces Tobías se levantó y le dijo de carrerilla:

–Me llamo Tobías, soy huérfano y vivo en un centro de acogida. Estoy triste porque los sábados por la tarde solía tomarme por aquí un helado con mis padres, y al ver a toda esta gente me he puesto a llorar.

–¿Por qué no damos un paseo? 

Caminaron, hablaron y se rieron durante un buen rato. También pasaron frente a una pastelería, en donde Coyote le invitó a un helado. Cuando a punto estaba de hacerse de noche, el cocinero paró un taxi.

–Acompáñame.

Nada más sentarse en el coche, Fernando le indicó al taxista:

–A mi restaurante. Y rápido, por favor.

Allí Fernando le enseñó a cocinar un plato de su carta.

–Bueno –se disculpó el muchacho–. Si quiero llegar a la hora, me tengo que ir.

–Pues toma, para que te tomes otro helado –. Le tendió un billete de diez euros y le dio una tarjeta con su nombre y su número de teléfono. 

Una vez en el centro de acogida, Tobías le contó a Juan lo que le había ocurrido.

–Llámale –le animó Juan–. Llámale, no seas tonto.

A la mañana siguiente Tobías telefoneó a Coyote para preguntarle sí podían volver a quedar. Fernando le dijo que le esperaba a las cinco en el mismo banco donde se conocieron. El chico, repleto de emoción, bajó las escaleras a toda prisa.

–¡Carmen! ¡Carmen!... –entró como una exhalación–. Hoy te ayudo a preparar el almuerzo.

Prepararon un cocido que gustó a todos los residentes y monitores. En cuanto fregaron los útiles que habían usado, Tobías se despidió de la buena mujer. Iba a salir del centro cuando Juan le salió al paso.

–¿Puedo ir contigo?

Ambos amigos comenzaron a visitar a Fernando Coyote un par de veces a la semana. Junto a él aprendieron el oficio. Y con el paso de los años, Tobías quiso que el famoso cocinero le diese sus apellidos.