VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

El claro

Victoria García Giner, 15 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

Ahora ya solo queda el recuerdo de aquellos radiantes días que hace tiempo que se fueron. Parece como si el invierno se hubiera adelantado: el sol ya no calienta, no brilla. Y pensar que les acompañamos todas las tardes que elegían este claro para manifestar su amor…

Nos contagiaron su afecto, como si aquellos muchachos ya perteneciesen al bosque, como nosotras. Aprendimos a quererles, así que echamos de menos sus recitales poéticos, las lecturas de aquellos maestros de la literatura que supieron cantarle al amor y las carcajadas que llegaban desde la linde del bosque cuando se acercaban. Aunque es posible que no cayeran en la cuenta de nuestra presencia, la fuerza de la naturaleza nos había convertido en piezas insustituibles de su paisaje de amor.

Pero esos días terminaron. Una fuerte discusión hizo que esa relación que parecía eterna acabara rumbo a ningún lugar. Como si un tornado hubiera cruzado entre sus vidas, arrasó con todo. El cariño que se respiraba desapareció y, con ello, la agradable sensación que la pareja otorgaba al claro. Algunas de nosotras empezaron a ausentarse y las malas hierbas ganaron lugar a las pequeñas margaritas, que teníamos los días contados.

Ya no sabíamos cuántas veces se había puesto el sol, ni cuántas había llovido. Los días pasaban sin emoción. Solo se escuchaba el riachuelo y a los animales del bosque.

<<¿Cuándo volverán?>>, se preguntaban las más inocentes. Entonces, como si alguien hubiera escuchado sus plegarias, una extraña sensación barrió al claro. Algunas de nosotras notamos como nos arrancaban y, aunque la sensación fue de lo más desagradable, nunca más formaríamos parte de aquel barrizal.

Nos sentimos en movimiento mientras nos alejábamos del bosque. Desaparecieron los apacibles rumores de la arboleda y nos envolvió un barullo molesto que, junto a la velocidad, parecía peligroso. Alejadas de nuestras raíces, nos encontrábamos muy debilitadas.

De pronto, notamos que nos apretaban, que nos olían y nos dejaban junto al suelo. Allí, un flujo de calidez nos hizo sentirnos vivas de nuevo.

El muchacho muy nervioso, llamó al timbre.

-¿Sí?

-Lo siento de veras; nunca quise que pensaras que lo nuestro había acabado. A lo mejor es tarde y ya no sirve de nada, pero quería que te acordaras de nuestros momentos en el claro.

Sentimos el contacto de unas manos cálidas y femeninas. En ese momento supimos que era el final. Qué mejor manera de acabar, nosotras, unas pequeñas flores silvestres, que entre los dedos de ella, que junto a él tan vivas nos habían hecho sentir.