IV Edición
Curso 2007 - 2008
El beneficio de una traición
Beatriz Fdez Moya, 15 años
Colegio Entreolivos (Sevilla)
Estimado Cayo Marco:
Te envío estas líneas para que conozcas lo acontecido en los últimos meses.
Hace años que apareció en Jerusalén un tal Jesús, hijo de un artesano. Se hacía llamar a sí mismo el Hijo de Dios y predicaba la venida del Reino de los cielos a la Tierra. Consiguió un numeroso grupo de seguidores que lo acompañaba adondequiera que fuera y que daban testimonio de su testimonio. Realizó, según dicen, numerosos prodigios: devolvía la vista a los ciegos, la pureza a los leprosos, la movilidad a los paralíticos, expulsaba demonios y hasta resucitaba a los muertos, razón por la que los líderes de los judíos le acusaban de ser hijo del mismísimo diablo. Los sumos sacerdotes lo querían muerto, pues consideraban que desobedecía las obligaciones de su religión al curar en sábado. Pero, de todas las cosas, lo que más les irritaba era su insistencia en perdonar pecados. Finalmente Pilato, nuestro cónsul, consintió en su flagelación y más tarde ordenó su crucifixión. Fue cuestión de horas que nadie le siguiera. Al verle tan vulnerable como cualquier otro hombre, la gente perdió la esperanza en ese tal Jesús, que murió de la manera más ignominiosa..
Pero al paso de los días sus discípulos volvieron a echarse a las calles y a predicar sus doctrinas. Aseguraban que el Cristo –así titulaban al crucificado- había resucitado de entre los muertos sin mediación de ningún otro mago. Para formar parte de aquella nueva religión, sólo era necesario bautizarse, es decir, tomar un baño a los pies de uno de sus nuevos ministros. Y todo el mundo podía hacerlo, también las mujeres y los niños. Aunque te repugne, también los esclavos eran admitidos entre los cristianos sin ningún tipo de discriminación. Las autoridades comenzaron a inquietarse y organizaron batidas y persecuciones que eliminaran los furores de esas extrañas creencias. Con el tiempo, a medida que los cristianos se expandían por el Imperio, los llevábamos prisioneros al circo para diversión de la gleba mientras les devoraban las bestias.
Fui nombrado como mando de una de las mencionadas expediciones. Había detectado un escondite en el que se reunían para rezar a su dios. Ordené a mis soldados que rodearan el edificio, derribamos la puerta principal y apresamos a todos. Cuando finalizamos el registro, coloqué a dos de mis hombres a las puertas, por si aparecía algún rebelde. En ese momento reparé en unos lastimeros sollozos que provenían de algún lugar de la estancia. Comencé a caminar y me percaté de que mis pies caminaban sobre algo hueco. Descubrí una trampilla. La levanté y lo que vi me dejó asombrado.
En una pequeña galería, abrazadas y acurrucadas, había dos mujeres. Ambas tenían el rostro cubierto en lágrimas, sabedoras de la suerte que le esperaba. Una era mi esposa y la otra era una de sus esclavas. Pudieron leer en mis ojos la furia que me invadió al sentirme traicionado. Bajé los pocos escalones que nos separaban y, tras propinarle a mi mujer un golpe, retorcí el brazo de la esclava y la saqué afuera. Dejé a un guardia apostados a la puerta, entregué a la esclava al otro y pedí un coche que me llevara a casa. Por el camino pude reflexionar sobre todo lo acontecido. Mi mujer me había traicionado.
Días después caí gravemente enfermo. Durante el espacio de unos meses no pude moverme de la cama. Me envolvían negros presagios. No me podía perdonar todas las vidas que había segado. Unos ojos azules me visitaban cada vez que yo cerraba los míos. Mi esposa me cuidó día y noche. En los ratos que pasábamos solos me hablaba de su dios y de cómo se había aferrado a él para encontrar sentido a la muerte de nuestro único y adorado hijo. Al oírle que había sido ese dios el que había permitido su muerte, me resistí a escucharla y le prohibí que volviera a mencionar a ese tal Jesús al que divinizaba.
Sin embargo, tuve tiempo para reflexionar sobre su credo y pensé que quizás existiría una Verdad superior a la de nuestro panteón. Su dios reunía todas las cualidades, era compasivo, misericordioso y justo. Todo lo podía: daba a los hombres el amor de un padre. Así que también comenzó a llenar el hueco que la muerte de mi hijo había dejado en mi corazón. En definitiva, ese Dios fue tomando parte en mi vida. Flavia me adoctrinó sobre las profecías y las promesas verificadas en el Cristo.
Algunos cristianos vinieron a visitarme. Entonces descubrí que senadores, centuriones y filósofos pertenecían a esa gran familia en la que también tenían cabida los esclavos. Entonces tomé la decisión de bautizarme. No lograba entender como mis hermanos en la fe lograban perdonarme: yo fui el causante de que sus familias estuvieran rotas.
Cuando fui capaz de caminar se celebró una fiesta que rememoraba el nacimiento del Hijo de Dios. Nos reunimos en una casa humilde del centro de Roma. De pronto, las bisagras estallaron y dieron paso a un batallón de soldados que nos apresaron sin compasión. Nos encomendamos a Cristo. Ninguno podríamos salvarnos de morir en las fauces de un león. Cuando leas este testimonio, habré llegado a los brazos de mi Señor en compañía de todos mis hermanos en la fe, de mi mujer y su esclava, ahora mi hermana.