VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Cuestión de honor

Rafael Contreras, 16 años

                  Colegio Altocastillo (Jaén)  

La pesada mochila pendía del hombro izquierdo de Juan y su mano derecha agarraba la carpeta, completamente atiborrada de apuntes. Apelotonados, los alumnos entraron en el aula magna, donde tienen lugar las horas de estudio previas a la comida.

Todo transcurría con normalidad, hasta las dos menos veinte de la tarde. En medio del silencio se alzó un juramento, muy próximo a Juan. El autor era Carlos, el gracioso de turno. Él y Marcos, su perro faldero, estaban jugando a hundir los barcos, cuando Marcos destrozó el bombardero de Carlos, que gritó:

-¡Que hijo de…! -Y una palabra del todo soez y fuera de lugar.

El profesor, sentado en su mesa, levantó la vista, fruncióel ceño y paseó su mirada por todo el aula. Con voz tranquila, preguntó:

-¿Quién ha sido?

Don Rodolfo, al ver que nadie se declaraba culpable, se ajustó las gafas y volvió a preguntarlo. Ante el nuevo silencio, amenazó a todos:

-Si a las dos y cuarto (que era a la hora a la que salimos de estudio para irnos a comer) no confiesa el culpable, nos quedaremos aquí sin comer.

Se produjo un revuelo. Juan sabía quién ha sido, pero no era un chivato. Todos se cruzaron miradas desconfiadas, incluido Carlos. Juan no pudo dejar de pensar lo cobarde que podía llegar a ser.

Los minutos pasaron volando y llegaron las dos y cuarto. Se produjeron algunos movimientos de sillas, pero el profesor chistó.

-Aquí todos, hasta que salga el culpable.

Se oyeron quejidos. El hambre acuciaba a Juan, como a todos. Su estómago rugía. Miró a su alrededor y apreció en Carlos una mirada que significaba que no daría su brazo a torcer. Juan contuvo un suspiro. Y así llegaron a las dos y media. Las clases comenzaban a las tres de la tarde. Don Rodolfo tenía el rostro crispado y cuando hablaba, lo hacía decepcionado:

-Vaya pandilla de cobardes... ¿ Es que vuestros padres no os han enseñado lo que es el honor y la sinceridad? No sois más que unos niñatos, que os hacéis los chulos en grupo pero no tenéis el coraje para asumir vuestra responsabilidad. Me dais pena y más me la dan vuestros padres, a los que seguro daréis más de un disgusto. No los envidio en absoluto.

Se dirigió al final del aula. Sus palabras habían calado hondo en Juan. El sabía que la mayoría de sus compañeros no eran así, pero Carlos seguía tomándoselo todo a broma. Eran las tres menos veinte y Juan tomó una decisión.

Con tranquilidad, se levantó y depositó la mochila en el suelo. Vio cómo todos los compañeros le observaban. Intentó no sonrojarse. Casi ni sentía el suelo bajo sus pies.

-Don Rodolfo, he sido yo el autor de esa palabrota -bajó la mirada, abrumado por el peso de la del profesor, que se le acercó y le hizo alzar la cabeza para sacudirle una bofetada que casi le tiró al suelo.

Las lágrimas amenazaron con traicionarle. Miró al profesor, desafiante. Éste, sin apartar la vista de Juan, murmuró:

-Podéis iros.

Pero nadie se movió. La sorpresa los había dejado a paralizados.

-¡He dicho que podéis iros! ¡Largaros ya! ¿No teníais tanta hambre?...

Al fin abandonaron el aula, salvo Carlos.

-Ahora tendrás tu castigo correspondiente, señorito –le dijo, agarrándole por la pechera.

Juan llegó a pensar que había sido un estúpido por haberse sacrificado por sus compañeros. Sin embargo, el día le reservaba otra sorpresa. Carlos gritó:

-¡Don Rodolfo! No castigue a Juan. He sido yo, Él se ha sacrificado para que todos pudiéramos comer-bajó la mirada.-Lo siento Juan.

Juan se acercó a él y, poniéndole la mano en el hombro, le respondió:

-No pasa nada. Más vale tarde que nunca.

Don Rodolfo agarró a Carlos por la oreja y, con brusquedad, lo guió fuera del aula magna.

Juan sentía la satisfacción personal de haber sido honorable.