XXII Edición
Curso 2025 - 2026
Canta payaso
Miguel Navarro, 17
años
Colegio Tabladilla (Sevilla)
El siglo XVI fue la época dorada de España, por la prosperidad económica y la artística. Los bufones actuaban por calles y tabernas, al tiempo que la nobleza contaba con algunos de ellos para su entretenimiento, siempre y cuando tuvieran calidad para cantar en casonas y palacios. Cuando Antonio se puso por primera vez ante el comendador, confió en el poderío de sus letras.
La mañana manchó con su tímida luz el dormitorio del artista. No era muy amplio: una cama, un armario y una lámpara. Sin embargo, las calidades eran llamativas: caoba para los muebles y plata para la lámpara. Antonio procuró no sentirse intimidado por aquel lujo. Le aguardaba una actuación y necesitaba estar listo cuanto antes. Se pintó la cara de blanco con dos coloretes rojos que le hacían parecer un cómico burdo y divertido. Tomó su vihuela por el mástil y salió al pasillo, en donde le esperaba un criado del comendador.
Cruzaron tantas galerías que el trovador llegó a pensar que daban vueltas al palacio en círculos. Los nervios se le acumulaban en la nuca como relámpagos que agostaban su fortaleza. Pero todo el pescado estaba vendido, como quien dice; solo tenía que hacer lo que más le gustaba: cantar.
Los invitados se volvieron en cuanto el criado anunció la llegada del artista. Iban vestidos de fiesta: camisas de chorreras y chaquetas de tiro largo. Pasaron a formar un corrillo en torno a Antonio. Más elevado que el resto quedaba el comendador. En el centro habían colocado una silla para la actuación del bufón, que declinó usarla, pues estar de pie le daba más confianza. En cuanto el anfitrión le dio el visto bueno, rasgó las cuerdas de su instrumento.
Un punteo inicial sonó a las mil maravillas. Sin embargo, cuando abandonó el instrumento y quedó solo su voz desnuda, dudó. Aquella gente era experta en música y no deseaba defraudarlos, pues durante su coplilla los rostros se mantuvieron asépticos. Alguno se distrajo para juguetear con su bastón y Antonio no supo cómo tomárselo.
Cuando culminó la última estrofa, acompañada de unos acordes finales y chim-pum, cerró los ojos. Se temía que la había liado, pero la maravillosa ovación que recibió le dejó sin habla. Los bastones golpearon el suelo al unísono mientras unos y otros coreaban:
–¡Canta, payaso¡ ¡Canta, payaso!...
Una lágrima le desfiguró el maquillaje. Antonio no daba crédito, pues en aquellos aplausos veía aprobación. ¡Les había gustado su arte! ¡Había triunfado! Animado, se echó a cantar de nuevo, convencido de que su puesto en la casa del comendador estaba asegurado.
La segunda tonada provocó el mismo resultado. La guitarra había sonado más alegre en cada acorde. Antonio, borracho de creatividad, era capaz de beberse de un trago todas las lunas, como el capitán que lidera su navío por el mar. La concurrencia animaba al bufón y saltaba de emoción ante cada final.
Cuando terminó su repertorio, dio las gracias mientras los aristócratas se deshacían en aplausos y vítores:
-¡Poeta! ¡Poeta!...
El criado se acercó a Antonio y lo ayudó a recoger sus pertenencias. El cómico se marchó del salón con la cabeza bien alta e impaciente por saber el veredicto del comendador. Se sentía pletórico de felicidad.
En cuanto el bufón cerró la puerta, los invitaros fueron quitándose trajes y chorreras. No se quedaron desnudos, pues debajo llevaban otras ropas, estas con agujeros, manchas y remiendos. Dos de ellos desmontaron una de las lámparas del techo, que era de latón. La sala se oscureció. Se lo habían pasado muy bien y se habían reído, pero no precisamente con las ocurrencias de Antonio.
–¿La semana que viene a la misma hora, “comendador”? –preguntó uno de ellos.
–Digo –le respondió el rufián–: a la misma hora. Este pobre bufón no se ha dado cuenta de lo malas que son sus letras. La farsa nos ha salido mejor de lo que pensábamos.
–Todavía no puedo creerme que para el teatro se gasten estas ropas y existan decorados tan reales – apuntó otro mientras alzaba una de las mangas de una librea.
Mientras tanto, Antonio se regocijaba en su habitación ante lo que había experimentado. La caoba fina, si se miraba de cerca, era pino teñido, y la lámpara ón estaba descascarillada por los bordes. Aquella noche no pudo pegar ojo debido a la excitación. Tampoco se había quitado el maquillaje, porque resonaban en su cabeza los cánticos de su victoria:
–¡Canta, payaso¡ ¡Canta, payaso!...