II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Breve conversación

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    -Pues sí, cuando bebo se me disparan las emociones. La más mínima contrariedad me pone triste y lloro sin remedio; con la más ligera alegría, río sin parar. Por costumbre, suelo estar eufórico y hablador.

    -¿Y ahora, Ricardo, cómo estás?

    Unos rizos rubios se agitaron con picardía, dejando medio ocultos unos grandes ojos verdes que miraban con malicia a un joven, pálido y delgado, en el otro extremo de la mesa.

    -Todavía no he empezado mi primera copa, Carmen.

Otro hombre, de barba ya canosa, sentado en un amplio sillón entre ellos dos, los miraba sonriendo.

    -¿Cómo están las pastas?

    -Riquísimas, Diego – respondió Carmen cogiendo una – ¿Las has hecho tú?

    -Receta de mi hermana – contestó con modestia.

    -Pues es una cocinera fantástica.

    -Hablando de tu hermana – dijo Ricardo – Está ahora trabajando en Galicia, ¿no? ¿Qué tal le va?

    -Bien; no se puede quejar… Por cierto, hace poco me escribió contándome una anécdota bastante curiosa… ¿Un cigarrillo? ¿Ricardo...? ¿No? ¿Carmen...?

    -Sí, gracias.

     Carmen se lo llevó a los labios y lo encendió con presteza, agitando con gracia los rizos que le caían sobre la frente. Diego tardó algo más.

     -Pues sí, contaba en su carta una historia que, si se publicara, podría pasar por leyenda.

Dio una lenta calada al cigarro y continuó.

     -Como sabéis, está haciendo un trabajo de investigación por distintos pueblos de Galicia. Pues bien, un día de vuelta hacia el hotel en Santiago, se perdió.

     -Típico de tu hermana – Ricardo sonrió al decirlo.

     -Sí, es tremendamente despistada. Imaginárosla al anochecer por una carretera entre helechos y musgo, con el depósito de gasolina vacío.

     -Y, ¿qué hizo?

     -Antes de que se le parara el coche, había visto una casa en un claro del bosque, así que cerró el coche y anduvo entre los árboles hasta llegar allí. Una viejuca le abrió la puerta sin que mi hermana ni siquiera hubiese llamado. Le ofreció, amablemente, pasar la noche en su casa.

     -¿Y tu hermana aceptó?

     -Pues sí. Ya sabéis que ella no tiene miedo de nada. Pero, lo más curioso fue lo siguiente: por la noche, cuando dormía, oyó a la mujer de la casa hablando en un idioma extraño. Se levantó y se asomó a la ventana. Abajo, entre los árboles, vio a la mujer alrededor de una hoguera, manteniendo una conversación... ¡con tres búhos! A la mañana siguiente se despertó y descubrió que no había nadie en la casa. Encima de la mesa habían dejado el desayuno y un mapa de carreteras. En la puerta tenía el coche con el depósito de gasolina lleno. Y eso que las llaves del automóvil seguían en el bolsillo de su pantalón.

     La habitación quedó en silencio. Diego, algo incómodo, preguntó:

     -Y, bien, ¿qué os ha parecido?

     Ricardo contuvo a penas una sonrisa sarcástica.

     -¿Qué quieres, amigo? Todo ese jaleo de magia, brujas… En fin, ya quedó, gracias a Dios, en la Edad Media.

     -Sí, tal vez pero…

     -Pues yo -interrumpió Carmen- a todas esas cosas les tengo mucho respeto, e incluso miedo. No sé si existen de verdad o no, pero yo llego a estar en el lugar de tu hermana y salgo corriendo con los pelos de punta.

     -A ti lo que te pasa es que eres una supersticiosa -dijo Ricardo en tono casi despectivo. Tu hermana –añadió, dirigiéndose a Diego- habría pasado una mala noche, y la mínima tontería le desató la imaginación, que, por otra parte, la tiene muy viva. No creo que haya que darle más importancia al asunto.

     Los tres se quedaron en silencio. Carmen apagó nerviosamente la colilla en el cenicero y Ricardo miró distraído el reloj.

     -¡Uy! Son ya las doce y media. Lo siento, Diego, pero voy a tener que dejaros… Carmen, ¿te acompaño a tu casa?

     - Vale, gracias.

     Se levantaron.

     -Diego, un placer –Carmen le dio un beso en cada mejilla–. Hemos pasado una noche agradable. Muchas gracias.

     -A vosotros, por venir. Adiós, Ricardo – le estrechó la mano.

    -Adiós, Diego, gracias por todo.

    El dueño de la casa les abrió la puerta.

    -Adiós.

    Los dos jóvenes salieron de la casa y se perdieron en la oscuridad, acompañados de bromas y risas.

    Diego cerró lentamente la puerta y se volvió a sentar en su sillón. Apagó el cigarrillo en el cenicero y vació lo poco que le quedaba de la copa. Alumbrado por la débil luz de la lamparita, parecía aún más mayor. Estaba cansado. Escondió la cabeza entre las manos y se le escapó un sollozo. Al mismo tiempo, en el sillón de al lado, apareció una graciosa y esbelta figura femenina.

    -Hermanito, ¿estás llorando?

    Diego se volvió.

    -¡Ah! Hola, Rosa.

    -No te preocupes, hermanito, sé que lo entenderán.

    -¿Entenderlo? Pero, ¿no has visto su reacción? No, Rosita, no. Se apartarían de nosotros si les decimos que somos brujos. Y no quiero perderlos: son mis amigos.

    -Bueno… Tal vez tengas razón. Por cierto –sonrió–, eres muy bueno improvisando historias.

Diego abandonó un momento su cara de tristeza.

    -No lo hago mal del todo –se repanchingó en el sillón– Bueno, ¿qué te apetece hacer esta noche?

    -Estaba pensando… ¿Te gusta Venecia? Un amigo celebra una fiesta.

    -Venecia… Sí, es bonita. Vamos entonces.

    Rosa sonrió.

     -Vamos.

     Ambos se levantaron, cerraron los ojos y desaparecieron.