II Edición
Curso 2005 - 2006
Biafra
Víctor Ogbechie, 16 años
Colegio Retamar (Madrid)
Pasaron muchos años antes de que Bill olvidara el verano en el que, casi por casualidad, conoció la memoria de su padre. A mediados de junio del 2005, un día antes de su dieciséis cumpleaños, después de una nueva discusión con su madre, decidió que había llegado el momento de marcharse de casa.
Bill nunca había conocido la figura de un padre; el suyo falleció cinco meses antes de que él naciera. Además, su madre jamás (ni coaccionada por los lloros, pataleos e incluso amenazas del muchacho) había mencionado palabra de aquel hombre. Lo único que conocía el chico de lo que ambos participaban, era el nombre.
La noche de su cumpleaños, Bill no pegó ojo. Esperó la reconfortante llegada de aquel amanecer que habría de marcar la despedida. Pasó las horas en silencio, tendido en la cama con la mirada perdida en las oscuras sombras que danzaban sobre el techo, como si esperase ver en ellas un oráculo capaz de dibujar su destino.
¿Por qué seguir perdiendo el tiempo en la cama? ¡Es el momento de levantarse y preparar todo! Bill debía ir con pies de plomo para no interrumpir el plácido sueño de su madre. Todavía no había amanecido y ya se encontraba vestido y con la mochila lista para partir. Comenzó a hacer una fotografía mental de la que había sido su habitación durante esos dieciséis años, para así recordarla en el futuro. Agachó la vista y se fijó en algo que había pasado inadvertido para él hasta entonces.
En su armario, en el último cajón había un falso fondo. Lo destapó, metió la mano y, al instante, un sentimiento de miedo e intriga se apoderó de él, pues notó el suave tacto de un sobre. Lo sacó y abrió con curiosidad. ¿Una carta? "Para mi hijo". Acababa de leer el nombre del destinatario y se dispuso a leer el del remitente... El sobre resbaló de sus manos y cayó al suelo. ¡Era su padre! Inesperadamente, se le escapó una lágrima. Nunca había llorado. Recogió el sobre del suelo y reuniendo valentía y fuerza comenzó su lectura.
7 de Enero de 1988
Querido hijo, te quedan poco más de cinco meses para nacer, pero no sé si yo viviré para verte. Tengo una enfermedad terminal y me siento casi sin fuerzas.
Sabes que nací en Nigeria, al oeste de África, un país con tres grupos étnicos: los musulmanes "hausas" en el norte y los cristianos "yorubas" e "ibos" en el sur. Toda mi familia somos ibos..
Lo que quiero contarte ocurrió unos cuantos años atrás. Nigeria consiguió la independencia de Reino Unido en 1960, cuando yo tenía 9 años. Entonces fue dividida en cuatro regiones, adecuándose cada una a un grupo étnico..
El primer Presidente fue un ibo, mientras que un hausa se convirtió en primer ministro. Cada región tenía un gobernador. En el norte se situaba el grueso del ejército del país, mientras que en el sur se encontraban la mayoría de los intelectuales y licenciados, las oficinas y zonas residenciales.
Debido a la desmesurada corrupción y nepotismo, hubo un golpe militar en 1966, destinado a asesinar a todos los políticos influyentes. Los soldados tomaron el poder del país y pusieron a un militar como gobernador en cada región. Fue entonces, cuando los del norte comenzaron una matanza masiva de las etnias del sur que vivían en el norte y, como resultado, se produjo un éxodo masivo de vuelta a casa. En ese momento, el gobernador militar de la región del este declaró su independencia de Nigeria. Este nuevo país tomó el nombre de Biafra, donde estalló una guerra.
Por simpatía con la causa de Biafra decidí unirme al ejército de este nuevo país. Sólo tenía 16 años. Fui a un área de reclutamiento y me echaron por ser demasiado joven. Volví a intentarlo, y me aceptaron tras mentir sobre mi edad. Nunca podré olvidar los múltiples obstáculos durante la instrucción, en donde cualquier fallo implicaba un inmediato correctivo. Además, si un instructor castigaba a un recluta hasta la muerte, era recompensado con un ascenso de grado inmediato. Pero el campo de entrenamiento fue un juego de niños en comparación con el de batalla.
En tres meses terminé el adiestramiento. Fue entonces, cuando me destinaron a Bonny, una isla en la provincia de Port Harcourt, zona muy rica en petróleo. Tenía un inmenso depósito de crudo y un complejísimo sistema de tuberías. Después de tres días, nos atacaron por mar y aire. Fueron 48 horas de continuos bombardeos. La mayoría de las instalaciones petrolíferas estaban en llamas, por lo que tuvimos que batirnos en retirada. Los enemigos desembarcaron en la playa y se expandieron como un abanico. Después de una semana de luchas encarnizadas, conseguimos expulsarlos de la isla. La experiencia fue indescriptible. Me enfrenté cara a cara con la muerte por primera vez. La única tentación era la de levantarse y salir corriendo. Aquellos que lo hicieron fueron acribillados. Después de ese bautismo de fuego, entendí que la vida es efímera.
Ascendí al rango de cabo. Después de una semana, volvieron a atacarnos. Esta vez entraron por detrás de nuestras líneas, por lo que nos quedamos incomunicados. Fue caótico, pero conseguí escapar con un puñado de soldados en un bote que robamos a un pescador. Ese fue el comienzo de la ofensiva por el flanco sur. Cuando la situación se estabilizó me destinaron a Opobo. Pasé tres meses en distintos frentes y acabé como sargento de pelotón.
Mi última batalla como soldado de rango no oficial estuvo llena de conmoción y apabullamiento. Tuvo lugar en Azumini. Nos bombardearon desde tierra y aire durante una semana. Una de las bombas cayó en la entrada del búnker donde me encontraba, que quedó bloqueada. Alrededor de veinte soldados nos quedamos atrapados. Tuvimos que excavar con nuestras propias manos. Fue un calvario que se vio agravado por la oscuridad y la falta de oxígeno. Desde ese día tengo claustrofobia.
Cuando salimos a la superficie, nos encontrábamos detrás de las líneas enemigas. Lo peor que jamás habría podido imaginar estaba cobrando vida. Decidí, de inmediato, que si sobrevivía a esta nueva adversidad quería ser un oficial y nunca más estar en un frente. Conseguimos ocultarnos en la jungla.
Dos de los cinco supervivientes nos presentamos en el cuartel militar más cercano. Nos trataron como a héroes y, entonces, expresé mi deseo de ser oficial. Me destinaron a la Brigada 61 como segundo lugarteniente. Una de las mayores alegrías de toda mi vida ocurrió allí. Estaba almorzando en el comedor de oficiales cuando mi hermano mayor entró con algunos de sus amigos. Grité su nombre y nos abrazamos. Con su ayuda fui enviado a un curso de inteligencia militar. Después me enviaron a otra brigada como asistente del oficial de inteligencia. Así fue como me retiré de las trincheras del frente.
Un día de 1969, asistí a la fiesta de la boda de mi comandante de brigada, el coronel Joseph Okeke. Caminé hasta él y le pedí la mano de su esposa para bailar. Recuerdo la canción; era "Respect", de Aretha Franklin. Bailábamos tan bien que el público se apartó de la pista y nos dejaron solos. Al finalizar la melodía, todos los asistentes se levantaron y comenzó un asombroso y largo aplauso. Estaba hablando con un compañero cuando una chica me pidió que la sacara a bailar. Cuando acabó la fiesta, estaba totalmente prendado de ella y firmando, sin saberlo, mi sentencia de muerte. Se llamaba Lilian Henshaw.
Desde que Biafra se independizó, Nigeria le había bloqueado el suministro de bienes, por lo que había escasez de todo. El contrabando estaba a la orden del día. Presenté a Lilian a todos los oficiales y amigos del cuartel. Debido a su belleza, era la envidia de todos mis colegas. Por cómo vestía, debía de estar ligada a un pez gordo o relacionada con el contrabando. Me dijo que traficaba con ese tipo de trapos y que le gustaría que le ayudara a venderlos. Me dio algunas prendas como regalo y la ayudé a vender todas las demás. Después de pasar una semana junto a mi en el cuartel de oficiales, volvió a Nigeria a por nuevas prendas que vender.
Estos viajes se repitieron seis veces más. Por aquel entonces, yo ya estaba planeando un viaje a Reino Unido después de la guerra. Pero, para mi consternación, después del séptimo viaje de Lilian, tres policías militares acompañados por mi comandante de brigada, Joseph Okeke, irrumpieron en mi habitación y nos arrestaron. Fuimos acusados de espías, lo que suponía la pena de muerte. Nos llevaron al cuartel y fuimos encarcelados en celdas individuales. Se demostró que ella era un espía de Nigeria. No olvides que yo era un oficial de Inteligencia y, por ello, Lilian fue, desde el principio, con el propósito de conquistarme.. No sé cuánta información consiguió sacarme durante esos seis meses que estuvimos juntos. Sólo que, después de nuestro arresto, el enemigo desencadenó una despiadada y acertada ofensiva que desestabilizó nuestro sector.
Menos mal que Dios aprieta pero no ahoga y, Lilian confesó que yo no estaba involucrado, que sólo me había utilizado como herramienta. Tras dos meses de arresto en el que investigaron nuestras relaciones con el enemigo, Lilian y yo nos enfrentamos a un consejo de guerra. Ella fue sentenciada a muerte y yo absuelto. A la mañana siguiente, yo mismo presencié su fusilamiento.
Tras ese desagradable suceso, me puse en contacto con mi hermano. Me dijo que todo estaba perdido y que el ejército de Biafra había decidido rendirse. Le acompañé junto a algunos de sus camaradas, en el atardecer del 2 de enero de 1970, hasta un río. Insistió en que me fuera con él, pero rechacé su oferta. Después de abrazarnos, atravesó a nado el río y se rindió al enemigo.
La guerra acabó oficialmente el 7 de enero de 1970, tal día como hoy hace dieciocho años. Me mezclé entre la multitud como un civil más y regresé a la casa del pueblecito de Nigeria donde vivía, Onicha Olona. Al año, me fui a Reino Unido y, poco después, conocí a tu madre, pero nuestra historia ya te la contará ella.
Querido hijo, esta es la experiencia que quería compartir contigo. Todavía no has nacido y ya te quiero; y piensa que siempre estaré contigo. Sé feliz y cuida a tu madre..
Tu padre.
Boquiabierto, atontado, sin color, con los ojos poblados de lágrimas… Era como si Bill hubiera visto a un fantasma, el fantasma de su padre. Lentamente y con la carta en su mano, deshizo la cama, se tumbó, cerró los ojos, abrazó el escrito, suspiró y se durmió esperando el amanecer de su nueva vida.