V Edición
Curso 2008 - 2009
Atram, el escriba
Marta Cabañero, 14 años
Colegio IALE (Valencia)
Atram atravesó corriendo el pasillo que daba al templo de Luxor. Casi se estrelló con una de sus cicópeas columnas. Un esclavo que corría a su vera, le avivaba para que se diera prisa. Franqueó las puertas, custodiadas por dos estatuas con la efigie del faraón, al que oían gritar del todo enervado:
-¿En dónde está mi escriba?
Atram se encogió.
-Aquí, mi señor –respondió tartamudeando.
-Ya era hora... ¿Dónde te encontrabas?
-Dibujando jeroglíficos para la pirámide Menkaura, alteza –susurró sin atreverse a levantar los ojos de la tierra.
-Necesito, urgentemente, que traces una carta para el rey de Nubia.
Nubia... ¡Oh, no! Su mujer y su pequeño hijo vivían allí. Y a juzgar por el gesto y la furia del faraón, no se iba a tratar de una mera carta de cortesía.
-“Tras la osadía de haber invadido mis fronteras, nuestros acuerdos comerciales quedan anulados –comenzó a dictarle-. Declaro oficialmente la guerra a Nubia, que pasará a formar parte de mi imperio. Sus habitantes serán mis esclavos. Seti II, tercer faraón de la segunda dinastía y Señor y representante de los dioses”.
Atram tragó saliva. No había copiado ni una palabra. No pensaba hacerlo. No permitiría que los dos países entraran en guerra. Al menos, no con Aneracam –su mujer- y su hijo allí. Así que, sin apenas tiempo, trazó un plan.
-Escriba, ¿has terminado? –preguntó el faraón, colérico.
-Sí, por supuesto –mintió, apartando el cálamo y el papiro de su ángulo de visión.
-¿A qué esperas, entonces?
El escriba se levantó raudo como el pensamiento. Se dirigió fuera del Templo de Luxor y, a la sombra de una palmera, garabateó un mensaje totalmente distinto:
“Querido rey: nuestras relaciones comerciales son excelentes. Estoy satisfecho con los resultados. Confío en que, en un futuro no muy lejano, estrechemos nuestros lazos políticos con sabiduría”.
Aquellos minutos fueron cruciales. Atram agradeció entonces todos los esfuerzos que realizó durante su aprendizaje en el templo de Tebas, con los que logró convertirse en el mejor en su oficio.
Pasó con rapidez por delante de la pirámide de Kefrén, buscando a un mensajero.
-Lleva esto urgente al rey de Nubia –le indicó a uno de ellos, entregándole el falso mensaje del faraón.
Sin perder un segundo, localizó un camello. Se agarró con fuerza al pelo de la nuca del animal y se montó encima.
-¡Adelante! –ordenó, espoleándolo con garbo.
Viajó durante largas horas. Cuando llegó a Nubia, estaba amaneciendo. Se había pasado la noche en vela rogándole a Isis, Ra y Osiris que pudiera llegar antes que el mensajero.
Por fin la divisó: una pequeña casa blanca con techo de paja. A duras penas logró bajarse del camello.
-¡Aneracam! ¡Ameg! –gritó.
La mujer se echó a sus brazos, sollozando. No se podía creer que estuviese allí.
-Aneracam, debemos huir. He falsificado un documento del faraón. Cuando se den cuenta...
Y le explicó todo.
No se lo pensaron dos veces. Subieron los tres a la bestia, que se encontraba extenuada. No corría lo suficiente. Al cabo de unas pocas horas a sus lomos, se percataron de que los seguían.
Sin poder soportarlo más, Atram rompió a llorar desconsoladamente.
-Os tengo que dejar... –explicó entre sollozos-. No os buscan a vosotros, sino a mí. Por favor, quedaos aquí.
A pesar de sus protestas, sus llantos y sus gritos, Atram los hizo bajar. Se despidió de ellos con inmenso dolor y emprendió su camino sin retorno. Su silueta, confundida con el horizonte rojizo del desierto, fue lo último que recordarían de él…
Lejos de allí, el rey de Nubia recibió el “falso” mensaje del faraón. Y creyó el contenido del mensaje. Ordenó a sus tropas de la frontera que se retiraran. De este modo,. desaparecieron los motivos que justificaban la guerra.
Y así sucedió. Nubia y Egipto mantuvieron la paz durante largos años de prosperidad para los dos pueblos. Aneracam, que permaneció sola hasta el fin de sus días, vivió recordando con infinita tristeza el sacrificio anónimo de su amado. Pero le enseñó a su hijo que su padre, gracias a su valentía y generosidad, había sido un auténtico héroe.