XXII Edición

Curso 2025 - 2026

Alejandro Quintana

Aprender a mar en
la era de lo efímero 

Valentina Salvador, 17 años

Colegio IALE (Valencia)

A veces el amor aparece sin avisar, en una notificación inesperada en el teléfono móvil. Basta que la pantalla se ilumine para que todo se altere. Así empieza lo que solemos calificar como “enamorarse”, pero los adolescentes tenemos una percepción, una manera de entender el amor distinta a la de nuestros abuelos. Es un amor fugaz.

Me gusta sentarme con mis padres para que me cuenten el comienzo de su historia de amor. Se conocieron gracias a unos amigos que tenían en común, con los que acudieron a un viaje que había organizado la parroquia de su pueblo. Ambos tenían dieciocho años, y desde entonces no se han separado el uno del otro. Desde que se comprometieron, han logrado resolver cada una de las diferencias en su modo de ver la vida, han creado proyectos comunes y se mantienen leales, fieles. A menudo, en cenas familiares, nos cuentan cómo mi padre le pidió matrimonio a mi madre. Tras once años de noviazgo, encontró el momento ideal durante una cena de Navidad para pedir su mano. Y ella le dijo que “sí”. No es que mis padres sean personas de otro planeta: conozco a muchos matrimonios que prometieron, delante de Dios, acompañarse en la salud y en la enfermedad, en los buenos y malos momentos, y que día a día demuestran que el amor es una realidad. Así les ocurre también a mis abuelos.

A los jóvenes se nos ha inculcado otra forma de entender el amor, en la que el compromiso brilla por su ausencia, y el romanticismo, de alguna manera, también. Me doy cuenta cuando hablo con mis amistades, pues no nos extraña que el inicio de una relación se selle con un “me gusta” en las redes sociales, del mismo modo que aceptamos como final un frío mensaje de wasap. Lo que podría valorarse como una mayor facilidad para comenzar y acabar un noviazgo, crea en muchos de nosotros la sensación de que ni sabemos querer ni sabemos que nos quieran.

¡Cómo ha cambiado el amor adolescente! Me dicen mis mayores que ellos lo vivían con ilusión, compromiso y reciprocidad, pero ahora parece diluirse en la inmediatez y la ausencia de valores fundamentales. De esta manera, tengo la impresión de que muchos prometidos entienden el día de su boda como un trámite más, la firma de un papel que se puede romper a capricho en mil trozos. 

Es fundamental recuperar el respeto mutuo, que se diluye entre filtros y pantallas. Muchas chicas —y chicos también— sufren al comparar su aspecto con imágenes de personas de apariencia perfecta, sin entender que todo forma parte de un negocio que no representa la realidad, a lo que se suma la inseguridad que genera saber que el otro miembro de la pareja también ve esos iconos, los sigue y los premia con un “me gusta”, lo que tiene como resultado una baja de la autoestima, el despertar de la ansiedad, la desconfianza o, incluso, problemas más serios. ¿Quién no conoce algún caso cercano de alguien que ha perdido el rumbo, los estudios o la confianza en sí mismo a causa de una relación que no echó raíces y que resultó, de hecho, dolorosa?

El amor auténtico no ha desaparecido. Quizás ha cambiado y los adolescentes tenemos que enfrentarnos a desafíos que no esperábamos: la presión social, la comparación constante y la inmediatez. Aun así, depende de nosotros rescatar lo esencial: el respeto, la comunicación, la paciencia y la lealtad.

El verdadero reto de nuestra generación es aprender a amar: con tiempo, con detalles, con la autenticidad de pensar en el bien del otro, incluso con sentido del humor. El amor eterno se construye paso a paso, con presencia e intensidad. No debemos conformarnos con la frialdad de las redes y del teléfono móvil, ni para comenzar ni para despedir una historia que podría merecer la pena.