XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Ancianos

Carmen Márquez de Prado, 15 años 

Colegio Orvalle (Madrid)  

Recuerdo un campamento de verano despés de finalizar segundo de la ESO. Fue en una playa y tenía el surf como principal actividad. Además, también hicimos distintas actividades de voluntariado. Una de ellas, visitar un asilo para cantar y hacer manualidades con los abuelos.

Siempre he tenido una sensibilidad especial con la gente mayor. Considero que son veteranos en la vida, pues la experiencia les hace saber qué es lo correcto.

Junto a otra chica del campamento, la dirección del asilo nos encomendó el cuidado de tres ancianos. Un día hicimos manualidades con unas cartulinas. Mientras, nos estuvieron contando su vida. Cuando quedaban apenas minutos para irnos, mi amiga cogió la guitarra y empezó a tocar. Todos los abuelos de la sala se pusieron a dar palmas.

Me fijé que un hombre mayor se marchaba a su habitación acompañado por una monitora. Tomó una cartera de fieltro que habían confeccionado juntos y la besó mientras rompía a llorar. Se me contagiaron aquellas lágrimas y con la mirada turbia fui capaz de leer su nombre en la cartera: se llamaba Francisco.

Una enfermera me contó que la familia de Francisco le había abandonado, y que él pensaba que no le querían porque ya no servía para nada.

Ese día comprendí que los abuelos necesitan nuestra compañía, la de la gente joven, para que nunca se sientan solos. Además, al visitarles matamos dos pájaros de un tiro: el primero, arrancar sonrisas a esas personas que son la cumbre de nuestra sociedad; el segundo, aprender de la vida con sus testimonios.

Como Pitágoras, afirmo que una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida.