VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Amigos

Ana García, 17 años

                  Colegio Guadalimar (Jaén)  

Subo con cuidado las escaleras, tratando que mis pies hagan el menor ruido posible sobre los peldaños. Palpo el hacha que llevo bien sujeta bajo mi gabardina. Continúo subiendo. Ya me encuentro frente al apartamento de la vieja usurera. La empujo y, sorprendentemente, está abierta. De repente, me noto más ligera. Un miedo paralizador se apodera de mí: ¡he perdido el hacha! Miro hacia atrás para buscarla antes de que alguien me descubra. Veo que la escalera no existe ni ha existido nunca.

Estoy rodeada por un bosque. Aún sigo sintiendo miedo, pero esta vez es más urgente y parece tener otro origen que no sé identificar, así que hago lo que indica mi instinto: salgo fuera del camino y me escondo en el hueco de un árbol caído. Pero no estoy sola. Hay tres seres pequeños como niños. Me indican con gestos nerviosos que no haga ruido, y decido obedecerles, puesse escucha el sonido de unos cascos que se acercan a gran velocidad. A medida que el jinete se aproxima, se me nubla la mente y me voy desvaneciendo. Mi mano se mueve, como activada por un resorte, y cuando la miro, veo que sostiene un pequeño aro dorado, un anillo que me susurra que me lo ponga en el dedo. Pero cierro los ojos para resistir la tentación.

Cuando los abro ya no estoy en el bosque, sino en la cocina de Cumbres Borrascosas. De mis ojos cansados deduzco que he estado llorando. Joseph nos ha vuelto a sermonear y nos ha castigado, diciendo que estamos condenados al infierno. En ese momento entra Heathcliff y me indica que el viejo ya se ha ido y que podemos ir a jugar. Me levanto de un salto y salimos de la casa no sin precaución, pues Joseph puede volver en cualquier momento. Al vernos libres echamos a correr sin parar de reír, felices al poder hacer lo que queremos, hasta llegar a la Granja de los Tordos. Allí nos asomamos a la ventana para espiar a esos mimados de los Linton, lo cual es un pasatiempo que casi se ha convertido en costumbre para Heathcliff y para mí. Pero esta vez nos reímos tanto que nos acaban descubriendo y sueltan a los perros, y aunque echamos a correr para que no nos alcancen, uno de ellos me agarra de un pie y me hace caer.

Caigo de bruces sobre la nieve. Lo primero que hago es comprobar el estado de mi tobillo. Para mi sorpresa, sigue intacto. Entonces me pongo en pie y echo a andar por la nieve, tratando de averiguar dónde estoy. No pasa mucho tiempo cuando encuentro una farola cubierta por carámbanos de hielo que brillan gracias a la luz de gas que esta desprende. Como hace frío, no me detengo mucho tiempo a contemplarla y echo a andar. Cuando ya he perdido la esperanza de llegar a alguna parte, aparece ante mis ojos una puerta en la montaña. Dudo un momento sobre si debo entrar o no, pero al final puede más el frío que la desconfianza. Llamo suavemente y me abre el ser más extraño que podáis imaginar: la mitad inferior del cuerpo la lleva cubierta de pelo, tiene pezuñas en lugar de pies y pequeños cuernos en la cabeza, pero el torso y los brazos son los de una persona normal. Entonces me doy cuenta de que esa cara no me resulta del todo desconocida. “¿Señor Tumnus?”, pregunto. Y por su sorpresa, sé que he acertado. Enseguida se repone y me invita a entrar. Me siento en un cómodo sillón cerca del fuego y poco a poco voy recuperando el calor. El señor Tumnus resulta un anfitrión muy atento y pone a mi disposición todo lo que tiene, incluso se ofrece a tocar música, cosa que acepto. Gracias al calor del fuego y a la dulce música, voy cayendo en un ligero sopor que se va volviendo cada vez más profundo hasta que quedo dormida.

Al despertar me encuentro en una lujosa habitación de hotel. Effie Trinket sigue llamando a la puerta con su habitual grito de: <<¡Arriba, arriba, arriba!>>. Hoy es un día muy, muy, muy importante. <<Y tanto>>, pienso. Hoy empieza la cuenta atrás para mi muerte. Me levanto lentamente y me doy una ducha, tratando de disfrutar de los últimos momentos de libertad que me quedan, pero no puedo. No al saber que empiezan los “Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre”, que me encerrarán en un estadio con otros veintitrés tributos más (personas inocentes obligadas a competir) hasta que solo quede uno. ¡Tendremos que matarnos los unos a los otros!). La angustia que siento me impide comer cuando bajo a desayunar, ni tampoco escuchar los últimos consejos que me da Haymitch. Ni siquiera presto atención a Peeta, que me desea suerte. Tras despedirme de todos, bajo con Cinna a lo que debe de ser la plataforma de lanzamiento a la arena. Los últimos minutos pasan y soy incapaz de hablar. Como Cinna tampoco lo hace, en la habitación reina un silencio sepulcral. Entonces anuncian por altavoces que queda menos de un minuto para que los tributos salgan al estadio. Lamento con toda el alma no haber podido agradecerle todo lo que ha hecho por mí al darme una oportunidad de quedar bien en estos juegos. Entro en el cilindrico ascensor, cruzo una última mirada con Cinna y empiezo a subir. Localizo a Peeta. Todos estamos dispuestos en círculo alrededor de la cornucopia, esperando a que pasen los últimos segundos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… Todo se vuelve borroso, salgo corriendo en dirección al bosque pero me persiguen. Acelero la carrera casi hasta el límite de mis fuerzas. De repente noto un dolor agudo en la parte de atrás de la cabeza. Caigo al suelo y todo se vuelve negro.

Despierto sobresaltada en mi cama. Compruebo aliviada que todo ha sido un sueño. Como no me puedo volver a dormir, me levanto y me acerco a la estantería. Distraída, paso mi dedo por el lomo de los libros que están allí colocados: “Crimen y Castigo”, “El Señor de los Anillos”, “Cumbres Borrascosas”, “Las Crónicas de Narnia”, “Los Juegos del Hambre”... Cada uno de ellos porta una historia diferente, pero tienen muchísimas cosas en común: te hacen reír, te hacen llorar, te hacen enfadar, te hacen amar y, lo más importante, te hacen soñar. Cuando dicen que un libro es un amigo, no les falta razón. Los libros sacan lo mejor de cada persona... O lo peor. Por eso, al igual que con los amigos, hay que escoger con cuidado aquellos que vas a leer. Durante el tiempo que pasamos ante sus páginas, somos parte de él, nos convertimos en alguno de sus personajes, compartimos todos los gustos, aficiones, odios y amores. Y eso deja huella.

Ya no se trata de decidir qué libro te conviene o no, sino elegir en qué persona deseas convertirte.