XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

¿Y si te digo que
si se puede? 

Beatriz Covadonga, 16 años

Colegio Adharaz (Sevilla)

Clara se puso el pantalón y la blusa con emoción. Iba a recoger a su hija en la casa del que fue su novio. La pequeña María, quien desde que aprendió a hablar suplicaba a su madre que la llevara a montar a caballo, como lo hacía ella, pues la hípica era su ocupación favorita. Le entusiasmaba que su única hija compartiera sus intereses.

Llamó al timbre y esperó impaciente a que la puerta se abriera. Clara había sido madre muy joven, lo que le obligó a madurar antes que el resto de sus amigas. Conservaba, eso sí, un aire adolescente que no podía esconder.

Cuando la puerta se abrió, se encontró a quien no esperaba: la abuela paterna de María, que como de costumbre le mostró una cara larga. Aunque Clara nunca había tenido una relación amigable con ella, trató de ser cordial para no arruinar su alegre estado de ánimo.

—Buenas tardes —la saludó nerviosa e incómoda—. Vengo a por María.

Para su sorpresa, la anciana se echó a llorar. Clara la miró asustada. Acababa de saltarle una señal interior de alarma.

—Está hospitalizada— respondió finalmente la abuela—. Ella y Marco han tenido un accidente en la carretera. 

—¿Accidente? ¿Hospitalizada?... —. Sintió que el mundo se le venía abajo y se le cristalizaron los ojos al tiempo que observaba a aquella mujer entre consternada e incrédula—. ¿Cómo es que nadie me ha avisado? 

Sin despedirse, puso rumbo al hospital, en donde se presentó a una chica en la recepción. Esta, al verla tan joven se resistió a creer que pudiera ser la madre de la paciente.

—¿Me podría confirmar sus datos? —le pidió.

Clara rebuscó en su bolso el DNI. Cuando la auxiliar certificó que, de verdad, se trataba de la madre de la niña, dijo lo que tanto ansiaba oír:

—Habitación 503, quinta planta.

Clara corrió hacia los ascensores, pero al ver que no había ninguno con las puertas abiertas tomó la decisión de subir por las escaleras. La adrenalina le impedía considerar su cansancio, pues solo quería llegar a la habitación y comprobar cuál era el estado de su hija. 

Cuando al fin abrió la puerta del cuarto, sintió un golpe en el corazón. Había imaginado mil escenarios posibles, pero no el que tenía ante sus ojos: la pequeña estaba conectada a diferentes máquinas, a un gotero, un medidor de signos vitales y un respirador. Se quedó parada en el quicio, tratando de asimilar lo que le sucedía a quien daba sentido a su vida. 

—María…

Se sintió culpable, pues acababa de enterarse de que la niña llevaba dos días ingresada. Y le crecía un enfado en su interior, pues nadie le había avisado. A pasos lentos se acercó y se sentó al lado de la niña, no sin antes darle un beso que María no podía devolverle.

Apareció una enfermera. 

—Está progresando. Si sigue así, en dos o tres días le retiraremos el respirador.

Clara asintió, todavía con el estómago cerrado.

A los tres días, en efecto, le quitaron el respirador, pero María seguía dormida. Su madre y su padre compartían los turnos junto a ella. 

Una mañana, cuando Clara estaba en su casa, recibió una llamada de Marco en la que le comunicó que por fin había abierto los ojos. 

—Te la paso para que hables con ella.

—¿María? —Clara dejó el desayuno en la encimera, cogió las llaves y subió al coche—. Mi vida, ¿cómo te encuentras?

—Me duele un poco la cabeza —respondió—, pero estoy lo suficientemente bien como para que me lleves a montar a caballo.

Clara se echó a reír. Hacía días que no lo hacia, pero ahora su hija había vuelto a la realidad.

Llegó al hospital y otra vez echó a correr por los pasillos, esta vez por una razón muy diferente. Abrió la puerta de la habitación. Su hija se encontraba dibujando en la cama. Se le llenaron los ojos de lágrimas antes de abrazarla con cuidado de no hacerle daño.

—Le van a dar el alta.

Clara se volvió. Con la emoción, no se había percatado de que Marco estaba allí sentado, observándolas. A diferencia con su hija, solo tenía unos hematomas en la piel.

—Espero que hayas aprendido la lección —le dijo, seca—. Si le hubieras puesto el cinturón, María hubiera salido mejor parada. 

Marco bajó la cabeza avergonzado. También era un padre joven y no tenía la madurez que Clara.

—Lo siento mucho —levantó la mirada.

Clara notó el arrepentimiento en sus palabras. Aunque no se sentía cómoda a su lado, se terminó por acercar y le dio un abrazo.

—¡Vamos a montar a caballo! —exclamó la pequeña dando pequeños saltos en la cama.

—Amor, todavía no puedes —le comentó su padre preocupado—. Es demasiado pronto.

—¿Y si les digo que sí puede? —habló un médico que acababa de aparecer en la habitación.

—¿Por qué no vamos los tres juntos? —propuso Clara.

Los padres y la niña intercambiaron una mirada de esperanza.