XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

La Urbe antes que
la sangre 

Marta Martí, 15 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Miró su túnica blanca, manchada con gotas de sangre. Las observó caer de sus manos. No estaba seguro de si le temblaban a causa de la emoción por lo que había hecho o si se debía al peso de la culpa, aunque enseguida concluyó que se trataba de orgullo mezclado con una pizca de excitación. Su padre le había enseñado a amar la República y a protegerla, sin que importaran los medios requeridos para lograrlo. 

Aunque le cubría una sombra, no le afectaba, pues no sentía remordimientos a pesar de que acababa de arrebatarle la vida a su padre. La ciudad antes que la familia; la honra antes que el amor filial. 

Mientras el agua se escurría entre sus dedos, le vino a la mente un recuerdo lejano, de cuando él no era más que un muchacho que apenas había aprendido cómo funcionaba el mundo. Ya entonces le quemaban las ansias de controlarlo todo.           

Su padre lo había llevado por primera vez al coliseo, para que presenciara junto a él la ejecución de unos rebeldes que habían amenazado el bienestar de Roma al expandir rumores en contra de algunos senadores, que movieron a las masas en contra de sus representantes. En cuanto los apresaron, fueron condenados a morir bajo las fauces de los leones. 

Él muchacho lanzó una mirada de desdén y repugnancia ante aquel espectáculo. Prefería las ejecuciones limpias e inmediatas, sin necesidad de convertirlas en un entretenimiento para la gleba. Al escuchar aquel argumento, su padre le puso una mano sobre el hombro y le dijo:

–A veces es necesario que se cometa un acto espantoso por el bien de otros –clavó los ojos en los de su hijo y prosiguió:– Ten presente, a partir de ahora, que un verdadero líder debe poner las necesidades de la Urbe por encima de sus propios intereses, aunque eso le signifique hacer actos terribles. No en vano, el fin justifica los medios.

Aquellas palabras se le grabaron al joven y, años después, con sus actos llegó a realizar lo que consideraba correcto para proteger a Roma y liberarla de su dictador.

***

Unos cuantos senadores corruptos –que lo tenían todo planeado– se levantaron de sus escaños y descendieron por las escaleras con sigilo. El hombre que era su objetivo no se había percatado de las oscuras maquinaciones que se habían fraguado a sus espaldas.

Su hijo encabezaba el motín. Antes de que su víctima se diera la vuelta, alzó una daga de acero que, con fuerza, le hundió entre los omóplatos, para retirarla acto seguido cubierta de sangre. Julio se tambaleó hacía delante por la fuerza del impacto. Al darse la vuelta para conocer la identidad de su atacante, se sorprendió. Entonces, el resto de agresores se abalanzaron sobre él, apuñalándolo cada cual con su propia hoja, demostrando una brutalidad inhumana en la comisión de su magnicidio. Julio cruzó la mirada con aquel al que un día convirtió en su vástago. Con un último aliento, pronunció:

–¿Eres tú, Bruto?

Este vio que en los ojos de su padre adoptivo desaparecía la vida. Había muerto aquel al que todos consideraron el más grande de todos los líderes de la historia

Bruto se lavó las manos, y mirándose al espejo con soberbia se dijo a sí mismo:

–Eres el salvador de Roma.   

Y con una sonrisa cruel desapareció entre los senadores.