XX Edición

Curso 2023 - 2024

Alejandro Quintana

La manzana 

Miguel Navarro, 15 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

–¡Doblegado quedas, lacayo del mal! –vociferó don Hernán, uno de los espadachines más hábiles de principios del siglo XVII.

Acababa de propinar la estocada que ponía fin al duelo a sangre. El adversario cayó abatido y su padrino se apresuró a socorrerlo.

–Así pues, está claro quién es el mejor espadachín de estas tierras –proclamó el hidalgo a los congregados en la plaza.

Los allí presentes se lanzaron miradas de frustración, pues ninguno soportaba la vanidad de don Hernán, quien tiempo atrás expulsó a unos bandidos de la villa, hazaña que se le subió a la cabeza de modo que su ego se volvió irritante.      

Para acallar su arrogancia, los vecinos habían buscado a un rival que pudiera hacerle morder el polvo. Sin embargo, acababan de presenciar el nefasto resultado.

–¡No hay nadie que pueda darme caza! –bramó subiendo a su caballo–. Este pueblucho está lleno de fracasados espadas, por ello, me marcho a un lugar en el que se precie la calidad de mi estoque.

Nadie daba crédito cuando el hidalgo se alejó por el camino con el propósito de no volver. Aquel día, las familias desplegaron las mesas para festejar su marcha.

Al caer la noche, don Hernán se detuvo para cenar lo único que tenía: una manzana.

«Menos mal que he dejado el pueblo», pensó. «Soy merecedor de una villa señorial. No quiero que los libros de historia me vinculen con esa aldea de baja estofa».

Al notar una presencia, interrumpió sus pensamientos.

–¿Quién anda ahí? –. Alarmado, desenvainó el sable y escrutó los alrededores teñidos de oscuridad.

Una arboleda se alzaba a su alrededor. El ulular del viento entre las copas le estremecía, pero lo que más inquietó fue la soledad del entorno.

Don Hernán entrecerró los ojos.

–¡Quién vive, he dicho!

Distinguió una silueta que se le aproximaba lentamente.

–¡Identifícate! –profirió.

–Soy el caballero de la Eterna Noche. Vengo para desafiarte a un duelo a espadas –habló el desconocido. 

Gracias a un repentino rayo lunar, el hidalgo distinguió la lustrosa armadura negra que protegía a aquel caballero.

–¡Ja, ja, ja! –soltó una carcajada–. Hay que ver las cosas se les ocurren a esos zarrapastrosos para hacerme volver. ¿Cómo habías dicho que te llamas… Eterna Noche? –volvió a reírse¬–. ¡Vaya majadería! Pero si has llegado hasta aquí siguiendo las huellas de mi caballo, te brindo el honor de batirte contra mí en un duelo a sangre.

–Será un duelo a muerte –apostilló el extraño, haciendo caso omiso a la mofa del hidalgo–. ¡En guardia!

El visitante sacó su acero y arremetió contra don Hernán, que torpemente pudo zafarse dando un brinco a un lado. A aquel golpe le sucedieron otros de igual dureza. El presuntuoso caballero esquivaba cada acometida del extraño, al que respondía con sagacidad. Sin embargo, se vio de pronto acorralado por la maleza.

–Tenga clemencia de este humilde aventurero, caballero de la Eterna Noche –solicitó al tiempo que dejaba caer el arma sobre la hierba.

–Ahórrate el llanto, Hernán. No hay tregua para los que se ríen de la muerte.

De una limpia estocada en el pecho acabó con la existencia del hidalgo. 

A la mañana siguiente un pastor se topó con el cadáver. No tenía heridas de espada, y yacía a escasos metros de una manzana a medio morder, por lo que la reconstrucción de los hechos fue fácil: el noble se había atragantado con un trozo de fruta. 

Así fue como se recordó el final de aquel tipo arrogante: en un bosque, atragantado con un bocado de manzana. Nadie supo que don Hernán murió al creerse superior a la misma muerte, que compareció desde los infiernos para enseñarle a aquel bribón el principal peligro de la fama: darla por hecho.